lunes, 16 de junio de 2025

El misterioso hombre que olía a rosas

Ilustración del misterioso hombre que desprende aroma a rosas, inspirado en el cuento de Ricardo Miró.
















Percibo en este cuento una doble intención del autor. Cuando el personaje que desprende aroma a rosas juzga al otro, ese que solo observa sin intervenir ante la agonía de las flores, parece anticiparse a una crítica profunda: la de quienes, frente a las injusticias de la vida o del mundo, prefieren la pasividad cómoda del espectador.

El hombre perfumado con rosas representa, entonces, al que actúa, al que se involucra, y por ello recibe un don divino. En contraste, el otro encarna a aquellos que, por su indiferencia e hipocresía, no merecen recompensa alguna. Es una advertencia velada a todos los que eligen no hacer nada cuando más se necesita su acción.

Venus Maritza Hernández

El hombre que olía a rosas
Autor: Ricardo Miró


Los dos viejos se encontraron en un largo camino, el camino, quizás, que nunca se desanda y que todos cruzamos una vez, en viaje hacia la Eternidad. El uno era grave, largo y seco como una rama donde nunca floreció la enredadera de una ilusión.

El otro era fresco y perfumado como una flor y alegre como una jaula de pájaros cantores. Al pasar se saludaron. El viejo seco y grave se detuvo, aspiró ávidamente en la brisa y se volvió sorprendido.

—Perdonadme, señor —dijo.

—Me hablas?— inquirió el otro cariñosamente.

—Si: perdonad mi curiosidad. Sois vos quien huele a rosas recién abiertas?

—Eso dicen, señor, todas aquellas personas a las cuales me acerco.

—Rara es vuestra respuesta.

—Escuchadme: ese perfume a rosas que vuestro olfato advierte ha ido infiltrándose en mí poco a poco. Al principio, apenas si lo noté. Hoy, como hace tanto tiempo que viajo envuelto en esa onda de eterna Primavera, yo mismo no puedo darme cuenta de ello.

—Y decidme, señor: a qué debéis esa divina gracia?

—Al amor. Yo amé entrañablemente las rosas. —Es extraño. . .

—Decís?

—Que es extraño. . . Yo también amé las rosas sobre todo lo que hubo en la vida.

—Es extraño. . .

Tras un breve silencio de meditación, el viejo perfumado como una flor, interrogó:

—Decidme, señor: cómo amáisteis vos las rosas?

—Con el amor más puro y más santo que puede darse en alma humana. Dondequiera que mi vista descubrió un botón, un capullo, me extasié en la contemplación de esa pequeña maravilla que sólo la imagen de un Dios todopoderoso pudo crear. Jamás mi mano se atrevió a mancillar la pureza de una rosa; y cuando las vi palidecer sentí la misma amargura que ellas mismas debían experimentar al ver que se marchitaban, y cuando las vi deshacerse y convertirse en juguete de la brisa, mi corazón sangró siempre de amargura.

—Perdonadme.

—Hablad.

—Creo que os habéis equivocado —replicó gravemente el hombre que olía a rosas.

—Decís?

—Que os habéis equivocado lastimosamente. Yo donde vi un botón o una rosa, los tomé, los separé de la rama y los coloqué sobre mi corazón. . . iCuántas veces un botón se abrió sobre mi pecho y fueron para mi su primer rubor y su primer perfume!. . .

Cuando advertí que una rosa estaba próxima a marchitarse, la quité de mi pecho y la coloqué cuidadosamente en mi alcoba, dentro de un vaso de agua, y con mimos y cuidados traté de prolongar su vida hasta donde pudiera prolongarse. Jamás una rosa mía se deshojó.

Cuando estuvieron marchitas, las guardé cuidadosamente, primero en mi cartera y después en un gran estuche de terciopelo donde las tengo todas clasificadas, con fecha de posesión, sitio y hora donde la encontré y todo aquello, en fin, que pueda traerme un recuerdo grato del pasado.

Yo vivía entre un ambiente de rosas. Olía a rosas yo, olía a rosas, mi estancia, mi ropa, la atmósfera que me rodeaba, todo, porque Dios hizo las rosas para perfumar y yo tomaba de ellas todo lo que podían darme. Ellas, agradecidas quizás, se extenuaban de amor —que en ellas se llama perfume•— por mi.

Yo calculo la angustia infinita, la honda desesperación de las rosas que Dios puso al alcance de vuestra mano y que vos dejásteis agonizar en la rama. Quién sabe si vos encendisteis un relámpago de odio en sus pobres corazones, hechos sólo para amar. Os habéis equivocado— y el hombre que olía a rosas acabó severamente:

iHabéis ofendido a Dios y a las rosas! —Pero aun pudiera.

—No, no: os engañáis. Para oler a rosas precisa haber consagrado una existencia a aspirar el perfume que ellas ofrecen y nuestros días están ya contados.

—Entonces. . .

—-Llorad el haberos equivocado, porque el error de toda una vida no puede subsanarse en el último peldaño de ella. La vida no se desanda.

Y el viejo olía a rosas se alejó por el camino. Y los pájaros cantaban y el camino se perfumaba como un jardín.

Autor: Ricardo Miró


Conclusión

A través del personaje afortunado, el autor subraya que el arrepentimiento, por profundo que sea, no borra los errores del pasado. La culpa, una vez sembrada, puede convertirse en un tormento persistente, capaz de acompañar al alma incluso más allá de la vida. Es una advertencia sobre las consecuencias de la inacción y sobre la pesada carga del remordimiento eterno.

Venus Maritza Hernández



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