Entrada destacada

Kiti, la vanidosa: cuento completo de Ángela Grassi y análisis crítico del castigo por la vanidad de una joven

Análisis literario del cuento: Kiti, la vanidosa Una sensación de nula compasión percibo por parte de la autora, como si ella fuese perfecta...

El cuento "Confesión" de Teresa Wilms Montt: análisis, personajes y búsqueda del perdón

Ilustración en acuarela de mujer llorando y anciano sabio — escena emotiva del cuento Confesión de Teresa Wilms Montt










Análisis literario del cuento "Confesión"

Diría que la autora Teresa Wilms Montt, enmarca este cuento casi como un autorretrato simbólico, una especie de espejo velado en el que se proyectan los fragmentos de su vida interior. En "Confesión", más que un relato, se nos entrega un monólogo profundamente íntimo, dirigido no a una multitud, sino a un solo ser: un anciano, silencioso y comprensivo, una figura que evoca no solo la sabiduría del tiempo, sino también la imagen de Dios. 

Esta elección no es casual: al hablarle a un anciano a punto de marchar, la autora parece hablarle al alma misma, a la conciencia universal, al juez último que no condena, sino que comprende.

Las lágrimas que atraviesan la voz narrativa no son sólo símbolo de dolor, sino una forma de redención. Esas lágrimas limpian y revelan la verdad escondida en los errores y caídas que, lejos de ensuciar, humanizan. 

Así, cada gesto de arrepentimiento no busca excusa, sino luz. Teresa parece decirnos que el alma que ha llorado de verdad, ya ha caminado hacia el perdón, aunque no lo sepa.

La figura de la princesita, eje central del cuento, no es más que una alegoría de la propia autora: una mujer marcada desde su nacimiento por una estrella roja, signo de intensidad y de destino trágico. 

Como si llevara un sello inevitable en la frente, la princesita no puede escapar a su propia naturaleza: es apasionada, impetuosa, hecha para los grandes sentimientos. Pero esa misma grandeza espiritual que la hace única, es incomprendida por quienes deberían protegerla: sus padres, que al temer su autenticidad, la mutilan emocionalmente con una represión vestida de cuidado.

Teresa, como la princesita, parece hablarnos de una juventud sofocada por la incomprensión, de una libertad que se buscó incluso a costa de la propia inocencia. Cuando el amor llega a la vida de la princesa, no lo hace de la mano de un igual, sino disfrazado de un paje que canta como un pájaro azul, símbolo del ideal, del ensueño. 

Pero ese amor era solo apariencia, y el alma pura cae en el engaño de las formas. El paje resulta ser un muñeco hueco, y el corazón de la princesa, un castillo que se desmorona bajo el peso de la desilusión.

Aquí, la autora nos muestra una verdad que duele: a veces, el amor que creemos redentor, sólo viene a enseñarnos la miseria humana. Y ese aprendizaje, para espíritus nobles, puede ser un golpe devastador. 

El cuento no necesita detalles concretos para que sintamos el dolor: basta con esa imagen poderosa de la joven de pie entre ruinas, como una palmera fulminada por un rayo. Una imagen que evoca al mismo tiempo destrucción y dignidad, pues incluso herida, ella permanece erguida.

La vida entonces se torna tormenta: los huracanes externos e internos buscan derribarla, manchar su rostro, apagar su espíritu. Pero no lo logran. La princesita —como la autora— llora, sufre, cae… pero no se pervierte. 

No se vuelve mala. No contesta con odio. En cambio, se convierte lentamente en una figura redimida por el sufrimiento, una mujer que ha sido despojada de todo y ha encontrado, en esa desnudez espiritual, una forma de sabiduría.

Los años la transforman. Las manos juguetonas se vuelven "monjitas blancas", símbolo de paz, recogimiento y pureza. La rebeldía no desaparece, se sublima. La voz que antes se alzaba contra la suerte ahora guarda silencio.

No es resignación sin alma, sino aceptación sabia. La princesa no se convierte en mártir, sino en símbolo de una pasión que ha aprendido a recogerse en sí misma, esperando el perdón de una mirada buena, de un corazón compasivo.

El cuento cierra con una súplica tan sencilla como desgarradora: ¿quieres tú, anciano, perdonarla? ¿Puedes tú, lector, mirarla sin juicio y comprender? Es en esa petición final donde la autora se desarma por completo. 

Ya no hay metáfora. Es Teresa hablándole a Dios, al mundo, a quien lea sus palabras con el corazón abierto. La confesión no busca redención social, sino una limpieza del alma.

Con este relato, Teresa Wilms Montt no sólo se desnuda, sino que nos recuerda que detrás de cada caída hay una historia profunda, que muchas veces el alma más pura es también la más incomprendida, y que no todo error es pecado, si nace del amor.

Venus Maritza Hernández


Confesión

Autora: Teressa Wilms Montt  


 Ven acá, tú anciano, que ahora fijas los opacos ojos en mis páginas; para tí sólo, voy a contar el último cuento. No desconfíes de mi narración, y si ella te apena, te ruego ¡oh anciano! te ruego no llores. 

Serás indulgente con la princesita de mi cuento lo sé; porque ya veo en tus párpados el anuncio del sueño que te llevará a dormir en la gran cuna hospitalaria, hermana de aquella otra de marfil o de pino, donde te recibió, hechizada de ternura, tu amante madre. 

 No temas descender a la cuna augusta, la tierra también tiene dulzuras femeninas. Anciano, préstame el apoyo de tu endeble pecho para que en el recline mi cabeza, di a tu corazón que me escuche, es a él a quien hablaré. 

En un reino lejano cuyos campos doraba en estío la fertilidad, a orillas del océano azul, vivió ha muchos años una princesa loca, que debió morir al nacer, y digo morir, porque su estrella era roja con el nimbo del signo fatal. 

Sus padres, incrédulos, se mofaron de los augurios que, después de mirar la "Copa de oro", le predijeron los magos del reino. No hicieron caso de la trágica advertencia, y ella estaba grabada en la frente de la princesita a raiz misma del pensamiento. 

La chiquilla era buena, como buena es la tempestad. Su espíritu hecho para los grandes encuentros, no tenía límite en sus audacias, en sus amores, y sus ansias. 

Ignorando los reyes, sus padres, el temple de esa alma juvenil, temían que aquella espontaneidad, originara malos sentimientos y decidieron poner atajo a su desarrollo, como un torpe jardinero, que poda con filosas tijeras los brotes de una encina, porque quiere que se vuelva arbusto como las otras plantas del jardín. 

 Crecían los rasgos extraños en la princesita, a despecho de las crueles precauciones paternas; —tú bien sabes, anciano que no hay atajo para el reflujo del mar; por el contrario, parece que se enfurece cuando quieren cabalgar sobre sus lomos inquietos.

¿No te advertí al principio, que la princesita era buena como la tempestad? 

—. Crecía esbeltamente, cual los trigos de aquel reino prodigioso, y era aficionada a soñar. Todos sabemos que los sueños son trampa de la fea realidad. Cuando llegó a la edad del corazón, la impetuosa princesita se dispuso al amor, buscando entre los principes rubios, aquel que dijera mayores ternuras en su rosado oído. 

Para desgracia de ella, quien sedujo su alma fué un paje aventurero, que cantaba como el pájaro azul, y que hacía tan bien la comedia del dolor, que la princesa emocionada lo amó por compasión. 

 Más tarde, cuando ya no había tiempo de arrepentirse, pudo ella ver el interior de ese elegante paje. Era de trapos raídos el corazón, como el de los títeres que sirven de inocente diversión. 

Anciano, anciano, que pena horrible experimentó la pobre princesita; la misma angustia que tendrías tú, si vieras que el viento derriba las florecillas plantadas por tu propia mano en el huerto —tu tienes un huerto, ¿verdad andino?—.

 Uno a uno, cayeron los castillitos que levantó su fantasía. Ella, todavía de pié entre las ruinas, parecía una palmera joven castigada por el rayo de la ira divina. Al verla próxima a sucumbir, todos los malos huracanes comienzaron a golpearla, el mundo desatado en sus lúgubres pasiones quizo hacerla su víctima. 

Con boca profana lanzaba en el bonito rostro el soplo amargo de sus impíos deseos... Sufrió la princesita, hasta sentir en la médula de sus huesos el frío de la maldad. ¿Fué mala? No sé, no sé. Lloraba mucho, alguien le ha dicho que las almas que lloran tienen perdón de Dios. 

Sí, la princesita lloraba, con los ojos fieramente fijos, y las manos crispadas sobre el corazón. Era buena, buena, como la tempestad. Al cabo de algunos años de rudo combate por la vida, porque la chiquilla quedó abandonada de todos, silenciosamente triunfó en ella el bien. 

 Esa cabecita loca hecha para todas las bellas frivolidades, se inclinó cargada por el peso de la meditación, y sus manos, antaño mariposas traviesas, se volvieron dos monjitas blancas de esas que amortajan a los muertos anónimos. 

Su boca ya no injuriaba a la suerte, la paz la había sellado con un dulce beso de resignación. Ella era buena, hija de la tierra, apasionada y calma, hija del mar, fresca y vibrante hermana de la tempestad. 

Para reposar tranquila sólo aguarda el perdón de un alma buena. ¿Quieres dárselo tú, anciano; tú que inclinas la frente hacia el seno del Señor? Al contarte este cuento a tí, sólo a tí, he pedido que pongas como oído tu corazón. 

Autora: Teressa Wilms Montt  


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario, tus palabras son preciadas joyas.

Popular Posts