sábado, 19 de septiembre de 2020

El amor asesinado

Ilustración simbólica del cuento "El amor asesinado", relato clásico de pasión y tragedia.





En ocasiones, no se desea amar, y el amor, en consecuencia, puede morir en el interior del ser humano, si así se decide. Aunque a veces solo destile atracción, si algo nos perturba y no lo asimilamos con sabiduría, podemos terminar con ese amor, aunque nos duela profundamente… incluso por toda la eternidad.

Venus Maritza Hernández

El amor asesinado

Autora: Emilia Pardo Bazán

Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle
punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece
el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido;
pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y
por último en los bolsillos de la viajera.

En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: "No me separo de ti. Vamos juntos."

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por
guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor.

El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.

Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse
en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.

Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.

Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.

El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.

Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.

Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado
Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz;
y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro.

Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban
la languidez dichosa de los últimos instantes;
y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...

No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., no cerrando
los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.

Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló...  El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.

Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que
ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...

El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.


Autora: Emilia Pardo Bazán


Conclusión

Intuyo que la protagonista había experimentado muchas decepciones amorosas y ya no quería volver a sufrir. Hay una cierta confusión existencial entre el objeto del amor, personificado por un hombre joven, rubio y bello, y el amor mismo como una entidad abstracta, sin forma material, pero real en tanto que produce heridas en el corazón. Al final, ella destruye al amor acabando con su propia existencia.

Venus Maritza Hernández

Cuento de terror de Guy Maupassant

 ¿FUE UN SUEÑO?


Ilustración del cuento de terror "¿Fue un sueño?" de Guy de Maupassant.







Un maravilloso cuento que atrapa desde las primeras líneas. Se centra en el profundo amor de un hombre hacia su mujer, recién fallecida. Desconsolado, emprende una aventura tenebrosa que marcará su vida para siempre… y que quizá le brinde el consuelo que su alma tanto necesita.

Venus Maritza Hernández


Autor: Guy de Maupassant

¡La había amado locamente!

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama?

Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo,

tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... 

Un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una oración.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. 

La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé;

hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. 

Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba, me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos.

 ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! 

Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: ¡Ah!  ¡y yo comprendí!   ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh!  ¡Dios mío!  ¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas.., mujeres amigas. Me marché de allí corriendo.

Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. 

No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. 

Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... Tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. 

Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. 

Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! 

¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! 

¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! 

¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su

 sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta     

breve  inscripción:

«Amó, fue amada, y murió.»

¡Ella está ahí debajo, descompuesta!

¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo.

 Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. 

Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. 

¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. 

Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra.

¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. 

Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.  Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas.

¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. 

Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse.

¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. 

¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir. Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina,

y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del suelo y empezó a rascar las letras con sumo cuidado.

Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. 

A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos,  porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. 

Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos;

que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. 

Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. 

La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

Amó, fue amada, y murió.

ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

Autor: Guy de Maupassant


Conclusión

El final de este cuento nos demuestra que, en la vida real, las cosas son así. Creemos conocer completamente a una persona, pero no es así. Cada individuo guarda una coraza de privacidad que resulta imposible derribar. Nos formamos una imagen interna de alguien que, muchas veces, está muy lejos de la realidad. Por eso, el amor a Dios debe reinar ante todo en nosotros, porque Él es, en verdad, el único ser que jamás nos traicionará.

Venus Maritza Hernández

domingo, 13 de septiembre de 2020

El árbol santo de Río de Jesús

El árbol santo de Río de Jesús es considerado un árbol santo

En un rincón apartado de Veraguas, un árbol único se alza como guardián de antiguas creencias y milagros. Conocido como el “árbol del Paraíso”, su misteriosa floración, su aroma inigualable y los supuestos poderes curativos que se le atribuyen lo han convertido en centro de devoción y asombro por generaciones. Esta historia nos invita a descubrir el vínculo entre la naturaleza y lo sagrado.

Venus Maritza Hernández



Autor: Sergio González Ruíz

Nadie sabe cuántos años o cuántos siglos de existencia tiene el árbol, ni si ha sido siempre el mismo o es éste  un descendiente del original o de algún descendiente de aquél. Lo cierto es que sólo hay un árbol tal, y dos retoños nuevos, únicos en esa región de Río de Jesús, únicos en el país, en el Continente Americano tal vez, quizás en el mundo; porque ningún panameño ni ningún extranjero, de todos los rincones de la tierra, que todos los años lo visitan, en ningún lugar del mundo ha visto jamás otro árbol como ése. 

Alto como un cedro, una caoba o una maría, de tronco grueso y recto hasta bien alto, de numerosas ramas y con una copa grande y frondosa, de hojas de tamaño mediano, de forma ovalada y muy verdes, tiene un parecido lejano con el marañón de Curazao, pero tiene particularidades que lo hacen diferente y muy raro, que llaman la atención y que desde tiempo inmemorial atrajeron o captaron la curiosidad de los hombres e inspiraron en ellos supersticiones que lo han hecho legendario. 

Las gentes lo han bautizado con el nombre de “árbol del Paraíso” y le atribuyen virtudes y poderes extraordinarios.

En el mes de enero la corteza gris del tronco, las raíces visibles y las grandes ramas comienzan a llenarse de manchas negruzcas en las cuales, después de corto tiempo, empiezan a salir unos brotes que al principio no se sabe a ciencia cierta qué son, pero que gradualmente se convierten en ramilletes, de diversos tamaños y formas, de unas flores parecidas a ciertas orquídeas y a la flor de la granadilla, razón por la cual también se conoce el árbol con el nombre de granadillo o árbol de granadilla. 

En esas flores predomina el color morado oscuro pero combinado con otros tonos o variedades de morado, el lila y el rosado, en la parte interior; y el amarillo claro y el amarillo quemado y otras tonalidades de colores de difícil clasificación, en la parte externa. Estas flores en forma de ramillete, van saliendo en brotes sucesivos y llenan el árbol desde las raíces y el tronco hasta las ramas, de tal suerte que al llegar la Semana Santa, está el árbol, por así decirlo, vestido de flores, cuyos colores entonan muy bien con los colores litúrgicos de La Pasión. 

Y lo más notable es el aroma grato, indescriptible, que llena los aires del campo aledaño. Ese aroma, “aroma de una inmensa flor”, cautiva también la imaginación de las gentes. Pareciera un incienso pagano y tropical elevándose desde ese altar que la Naturaleza levanta a Dios. Pero aun hay otras peculiaridades que han impresionado a las gentes de Río de Jesús. 

El árbol no da más que dos frutos, como del tamaño y la forma de una toronja, con un contenido gelatinoso, maloliente y efímero pero desprovisto completamente de semillas, razón por la cual no puede el árbol reproducirse en esa forma, según el decir de la gente. Por otra parte, cuando se han puesto a prender ramas en formas diversas, han salido yemas o renuevos numerosos cuando se coloca la rama horizontalmente. 

Luego, todos esos renuevos se mueren, menos uno, que vive por un tiempo pero que acaba también al fin por secarse. Una anciana de Río de Jesús me ha contado que su madre logró en esta forma prender un arbolito en el patio de su casa, el cual llegó a crecer hasta alcanzar una altura de tres metros más o menos; pero que un día de tormenta, de los muchos que suele haber en Veraguas, un rayo lo destruyó. Y desde entonces no ha visto ni sabido que se haya logrado prender otro. Solamente en el sitio donde se encuentra el árbol viejo han prendido dos hijos, como ya se ha dicho.

Además de todo esto, el “árbol del Paraíso” se encuentra en medio de una ceja de monte, cercana a un estero, a corta distancia del Puerto de La Trinidad. Hay manglares cercanos pero no hay mangles ni árboles de los comunes en las orillas de los manglares o del mar en esa como isla de vegetación que rodea al “granadillo”; y éste es único en su clase, sin parecido alguno, con los árboles que lo rodean.

Las flores, que son hermosas y fragantes, cautivan desde luego, al visitante y todo el mundo arranca su manojo de flores y lo lleva consigo; pero no pasa mucho tiempo cuando ya han perdido su perfume y su belleza. 

Al contacto con las manos de los hombres o al ser separadas del tronco que les da savia y vida, pronto se marchitan y deshojan. Sin embargo, las gentes, de muchas leguas a la redonda, aseguran que son milagrosas y las conservan, como guardan también las pencas benditas que reparte el Padre los Domingos de Ramos y que, puestas en cruz a la entrada de las casas y chozas, protegen a los habitantes, de muchos males. 

En el caso de las flores del “granadillo” los milagros que éstas hacen son curativos. Una hojita colocada en el hueco de una muela quita enseguida el dolor de muelas del afectado. ¿Que un niño tiene dolor de oído? Se le introduce un pétalo cuidadosamente doblado en el oído externo y el dolor desaparece por arte de magia. 

Y si alguno despierta una noche con dolor de estómago, con una infusión de pétalos de la milagrosa flor, que se tome bien caliente, desaparecen todos los síntomas y el enfermo amanece bien. Desde tiempos remotísimos saben esto los habitantes de la región y lo han practicado con buen éxito.

Es indudable, pues, que hay algo misterioso, sobrenatural, en ese “árbol del Paraíso” de Río de Jesús. Tal vez sea una de esas silenciosas bendiciones que El Eterno ha derramado sobre sus hijos. 

Así piensa la gente sencilla de la región y así pensaron sus abuelos y por eso, desde tiempo inmemorial se desarrolló una devoción mística en estas gentes que creen en los poderes curativos, sobrenaturales, del árbol y que todos los años van en romería desde que empieza a florecer el árbol santo, a pagar mandas, a rezar a su sombra, a pedirle remedio para sus males, a ponerle velas y a recoger las milagrosas flores que llevan a su casa como seguro remedio para muchas enfermedades.

Con el tiempo se han ido sumando curiosos turistas a la Caravana que anualmente va a visitar el “árbol del Paraíso” o “granadillo de la Trinidad” y durante los días de Semana Santa, especialmente el Viernes Santo, el espectáculo que allí se contempla es imponente, en su sencillez.
En un espacio amplio, en medio del monte, abierto y limpio de malezas por los campesinos especialmente para esos días de Semana Santa, se ven millares de velas encendidas en “talanqueras” o candelabros rústicos, improvisados con maderas del bosque, y a centenares de fieles que arrodillados rezan rosarios y oraciones diversas, frente al inmenso altar del árbol santo de “granadillo”, adornado por 

Dios mismo con sus misteriosas flores que despiden el incienso inigualable de su exquisito y exótico perfume. Es un espectáculo mitad cristiano, mitad pagano, que por lo mismo impresiona hondamente como que lo que allí hay es una comunión de almas con su Creador, en la forma más amplia y más simple, ante el primitivo altar de la
Naturaleza.

Autor: Sergio González Ruíz

Conclusión

El “granadillo” de Río de Jesús sigue floreciendo como símbolo de fe y misterio. Su resistencia al paso del tiempo y el fervor que despierta en quienes lo visitan nos recuerdan que, a veces, la naturaleza guarda secretos que solo la tradición y la esperanza saben interpretar.

Venus Maritza Hernández

Leyenda de niña encantada

La niña encantada del río

Leyenda de niña encantada

Una fascinante leyenda panameña que nos deleita desde las primeras líneas, enmarcando la espiritualidad de la naturaleza y las legendarias figuras del pasado. Percibimos la magia del tiempo en las vívidas descripciones del entorno, que nos atrapan con su hechizo narrativo.


Venus Maritza Hernández

La niña encantada del salto del Pilón

Autor: Sergio González Ruíz

El Río Perales nace como un humilde arroyuelo en las faldas del Canajagua y baja en dirección Noreste por entre peñascales, como cantarina fuente primero, hasta encontrar un pequeño valle, el que sigue, ya convertido en río por la afluencia de diversas quebradas y ríos menores, que se le van sumando en el trayecto. Después penetra entre cerros de mediana altura que forman una doble cadena en dirección norte y noreste y que en la parte más baja reciben el nombre genérico de Cerros del Castillo. 

En la parte media de ese estrecho valle recibe las aguas del Río Hondo que baja también del Canajagua y un poco más abajo las del Río Pedregoso (famoso por formar las más altas cataratas de la provincia de Los Santos), y que ya en este sitio es conocido con el nombre de Río Laja por correr por un lecho de piedra viva. 

Así aumentado su caudal, el Río Perales, a trechos corre en forma sosegada y tranquila, a trechos en forma rauda y torrentosa, según el declive y la configuración del terreno y en su descenso forma a veces rápidos y saltos, de los cuales el más famoso es el Salto del Pilón, ya entre las últimas estribaciones de los Cerros del Castillo, antes de llegar a las tierras bajas de Perales.

Ya sea por lo impresionante del paraje, ya por el estruendo que hacen las aguas al estrellarse contra la roca viva, ya sea porque algo extraordinario pasara allí en tiempos remotos, la leyenda existe, desde época indefinida, de que hay allí “un encanto” y aún hoy, cuando uno pasa cerca de ese sitio un hálito de misterio y de recelo parece envolverlo a uno y pocas son las personas que se atreven a bañarse en el charco, profundo y redondo como un pilón, que la fuerza de las aguas ha cavado en la laja viva a través de los siglos.

Los indios de la costa habían sido sometidos o se habían refugiado en las montañas para desde allí, en unión de otras tribus, seguir resistiendo al invasor español. Hacía ya tiempo que había muerto Atatara, señor de París; y sus aliados, o habían muerto o habían sido vencidos. En los llanos de Las Tablas existía ya una pequeña colonia española y una ermita, a la orilla de un arroyuelo cuyo nombre primitivo se perdió en el silencio de los tiempos y que vino a conocerse después con el nombre de Quebrada de la Ermita. De allí salían algunas expediciones de españoles y de indios vasallos a explorar las comarcas hacia el sur y el oeste, hacia las regiones montañosas, siempre en la esperanza de encontrar oro. No hubo quebrada o río que no exploraran.

Un día iba Don Julián del Río con un grupo de indios, explorando el Río Perales. Iban río arriba y no habían tenido ningún tropiezo hasta cuando llegaron a un sitio en donde podía oírse ya claramente el ruido de un salto; aquí los indios se detuvieron y le informaron a su amo que de allí no seguirían más adelante; que ahí cerca había un salto y que era peligroso llegarse hasta él porque era un lugar encantado en el cual salía un espíritu en la forma de una mujer muy bella, peinándose con un peine de oro, para atraer a los hombres y que más de un español que se había aventurado a llegar hasta allí, había desaparecido misteriosamente.

Don Julián pensó que aquel cuento eran patrañas de los indios y les increpó, los insultó, pero en vano. No logró que siguieran adelante. “Son patrañas”, pensaba Don Julián. “Quién sabe qué rica tumba de indios habrá en estos alrededores y ellos no quieren que sea profanada. ¿Y el cuento del peine de oro? ¿Peine de oro han dicho? De seguro que habrá eso y quién sabe que otros objetos más de oro”. Dejó atrás, pues, a la asustada gente y siguió adelante sin hacer caso de las admoniciones que le hacían.

Cuando llegó al sitio en donde estaba el salto fue sobrecogido por un extraño sentimiento, mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la corriente. Contempló el río que se deslizaba por su lecho, casi sin declive, mansamente, hasta encontrar la barrera de piedras inmensas en donde estaba parado. 

Era evidente que en la estación lluviosa, en las formidables crecidas del río, toda esa muralla era sobrepasada por las turbulentas aguas; y ahí, a sus pies, veíanse, aquí y allá, grietas profundas abiertas en la roca y perforaciones hondas, cilíndricas, hechas en las lajas por las aguas en el curso de siglos o milenios. 

Mas como era ya fines de diciembre y comienzos de la estación seca, las aguas claras, transparentes como un cristal, al encontrar la barra alta, transversal y maciza de piedras, se desviaban a la derecha para precipitarse, por una amplia brecha, (mayor y más baja que todas las demás) socavada en la parte más vulnerable de la roca, con un gran estruendo, en un chorro ancho, abundante, raudo y poderoso que cae a uno como canal profundo, abierto y cavado también en la roca, en donde las aguas forman un hervidero blanco de espumas y agitadas olas y remolinos vertiginosos; para deslizarse al fin, más adelante, con increíble rapidez, sobre el lomo liso de la laja viva y caer más abajo aún en un amplio pozo, redondo y profundo, con paredes cortadas a pico y lisas como las de un brocal. 

Aquí notaba que las aguas se dividían en dos corrientes, una menor que gira alrededor del pozo, silencioso, de aspecto misterioso, superficie relativamente tranquila y color casi negro; y otra rápida, murmurante y espumosa que se va gritando o gimiendo hacia una como laguna espaciosa, en donde se remansan las aguas antes de precipitarse de nuevo en un rápido que queda más abajo y en el cual un ruido de aguas espumosas y agitadas, al romperse contra las piedras que se les oponen, rivaliza con el ensordecedor estruendo, incesante y eterno, del salto. Allí abajo, bien lejos, se adivinaba el remanso tranquilo, el curso lento y silencioso del río.  

A los lados, las laderas de la montaña y un follaje sombrío de algarrobos, guayabos de montaña, harinos, caracuchos y madroños de la tierra, que en esta época aparecían blancos como trajes de novia, cubiertos totalmente de florecillas blancas como los azahares. Don Julián, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de novia”, le hicieron recordarla.

Y un instante después, atónito, mudo de asombro, contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro, se dibujaban los colores del iris. De pronto, vió surgir una figura esbelta y blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.

Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus muslos y sus piernas, todo era perfecto. Don Julián temblaba de emoción y de espanto; pero ella lo miró con sus ojos azules, de un azul profundo, y le sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su divina belleza.

—¿A quién quieres más? —le dijo al fin la niña encantada o encantadora—, ¿a mí o al peine de oro?
Por un instante Don Julián permaneció mudo, presa del asombro y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la pregunta:
—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión sublime —dijo Don Juan con notable vehemencia.

Sonrió la hermosa entonces y díjole:
—Te has salvado, Julián del Río, porque te has olvidado del oro envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a los que han llegado hasta aquí con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú, que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.

Don Julián la miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió una ansia infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco, sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta, desconocida, lo envolvía como en sutiles redes. Se olvidó de que ésa no era una mujer real sino “un encanto”, se olvidó de todo y al fin le dijo con voz enronquecida por la emoción de amor:
—Te adoro, mi princesa; no me pidas que te deje.

Y como la niña encantada comenzara a hundirse suavemente entre las espumas de las aguas turbulentas, Don Julián, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su amada, como en un sueño, sintió que se deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso misterioso, frío y profundo del charco del Pilón.

Hasta las hadas tienen sus amores. Desde aquel día la niña encantada del Salto del Pilón no ha vuelto a salirle a nadie más.

Autor: Sergio González Ruíz


Conclusión

Una leyenda que nos deja una sensación grata, a pesar de la dimensión fantasmal implícita. El protagonista pierde toda noción de la realidad a causa del encanto de la aparición femenina, y con ello reafirma la leyenda, detenida en el tiempo.


Venus Maritza Hernández

jueves, 10 de septiembre de 2020

María chismosa: la espía rústica


María chismosa es la espía de la Villa

La chismosa del barrio



Al principio podría pensarse que se trata de una sátira, pero luego el cuento toma un giro solemne y misterioso, centrado en el personaje principal: la chismosa del pueblo, quien vivirá una experiencia aleccionadora en el ámbito de lo sobrenatural.

Venus Maritza Hernández

María chismosa: la espía rústica


Autor: Sergio González Ruíz

En todas partes y en todas las épocas han existido y también hoy existen, lo mismo que en el pasado, viejas chismosas. Sobre todo en los pueblos nuestros, pequeños y de calles cortas  y estrechas y de vida sedentaria y monótona, en donde todo el mundo se conoce y los pocos “forasteros” se reconocen al punto y se cuentan con los dedos de las manos. 

Que se habla un poco en alta voz, la chismosa de la casa del lado o la de enfrente para la oreja, aguza el oído y si es necesario camina con disimulo “hasta el canto del portal” para oír mejor lo que se conversa; que sale uno o entra otro, la chismosa atisba detrás de una celosía o de una hoja de puerta para ver quién es y qué hace. 

Saben siempre estas espías rústicas quién va por la calle, quién sale de noche y quién llega tarde; y algunas veces se dan una vuelta  por el pueblo o visitan a otras chismosas para saber cuentos de los enamorados, de las peleas de marido y mujer, de las calaveradas de fulano y los coqueteos de zutana, etc.

Una vez hubo en la Villa una mujer de éstas que averiguaba la vida de todo el mundo y espiaba de noche, protegida por la oscuridad, para saber las andanzas de la gente. A cualquier hora que se pasara, tarde de la noche, por su calle, era casi seguro que ahí, detrás de alguna puerta o escondida en alguna sombra, estaba ella atisbando. Su fama llegó a ser tan grande, que la llamaban María Chismosa.

Una noche, como a las doce, estaba ella, como de costumbre, con una puerta “entrejusta”, esperando que algo se moviera o algo pasara por allí, cuando oyó un murmullo como de voces lejanas que luego le parecieron rezos. Miró por la rendija de la puerta y vió que por toda la calle abajo venía un gentío con luces encendidas. 

Un nietecito suyo comenzó a llorar en ese momento y para consolarlo fue a su cunita, lo cogió cargado y volvió a la puerta; la abrió un poquito más para ver mejor y ahora pudo apreciar que una gran procesión, como la del Viernes Santo, (sólo que más rápida), venía caminando también por los portales. Notó que todos venían alumbrando; no había una sola persona que no trajera su vela encendida. Ya llegaban frente a su puerta. Iban rezando el rosario. 

De pronto una de las “alumbrantas” le entregó una vela grande encendida, que ella tomó con la mano izquierda que le quedaba libre. La misteriosa procesión siguió adelante y cuando María Chismosa apagó la vela se dió cuenta de que era muy dura y que no era enteramente redonda y tenía protuberancias en los extremos. Trató de prender la vela y no pudo.  

Comprobó que no tenía mecha y empezó a temblar de miedo. Prendió luz y “¡Jesús, Ave María Purísima!”, exclamó. “es una canilla de muerto lo que me han dado”. Presa de terror llamó a la vecina y le mostró la tibia macabra; y enseguida se pusieron a rezar. “Esas fueron las ánimas” convinieron las dos. La vecina le aconsejó que fuera a ver al cura y así lo hizo muy temprano en la mañana.

El Cura después de oír la historia de María Chismosa le dijo que se había salvado porque tenía el niño en los brazos y le aconsejó entonces que otra noche, cuando volviera a pasar la procesión, le devolviera a un ánima el hueso de muerto, pero que tuviera el niño en los brazos.

Así lo hizo una noche que volvió a pasar, a la misma hora, la procesión macabra. Le entregó la tibia de muerto a la primera ánima que pasó y ésta, volviéndose hacia ella y dejándole ver su cara descarnada, le dijo moviendo en horrorosa mueca los huesos de su boca: “Te has salvado por cargar en tus brazos un niño inocente, María Chismosa. Quédate en tu casa y no averigües más la vida ajena”. 

Autor: Sergio González Ruíz

Conclusión:

El personaje principal toma conciencia de sus actos desviados al ser reprendida con dureza, y esto deja una lección de vida para quienes lean esta historia y se identifiquen con ella.

Venus Maritza Hernández

Misa de espíritus

Misa de espíritus en un pueblo de Panamá




El personaje principal es una mujer sencilla del pueblo, quien vive una intensa experiencia paranormal tras haberse levantado más temprano de lo habitual, un domingo de misa. Pensando que ya era la hora, se dirige a la iglesia… pero en realidad son las doce de la medianoche. Allí presenciará algo que la dejará profundamente asustada.

Venus Maritza Hernández


La misa de las ánimas

Autor: Sergio González Ruiz

En la Villa de Los Santos ha habido todo el tiempo gente madrugadora, sobre todo mujeres; unas, las religiosas, que para oír la misa primera, se levantan muy temprano y otras, las trabajadoras, que madrugan para comenzar, “con la fresca”, a hacer pan o “carimañolas” o, en otros tiempos, a moler maíz para tortillas. Muchas de estas mujeres, en tiempos pasados, tenían la costumbre de ir a bañarse en el río, (tan bello y de agua tan tibia y agradable en el verano, que de veras “convida” a hundirse en sus ondas) antes de que llegara la luz del alba y con ella las miradas indiscretas de los hombres.

Juana Franco era una de esas mujeres del pueblo, pobre y trabajadora, que se ganaba la vida haciendo tortillas. Vivía en el llano del Panteón que hoy se llama barrio de San Mateo. Acostumbraba ella madrugar mucho, ir a bañarse al río y traer, de regreso, un cántaro de agua en la cabeza (sobre un “rodillo” de trapo como aún lo hacen algunas campesinas santeñas) para mojar el maíz a medida que lo molía en la piedra y para otros menesteres caseros. 

Ella siempre trataba de acabar temprano pero siempre “la cogía” la mañana, afanada en sus quehaceres y casi nunca iba a misa por falta de tiempo. Alma sencilla, no dejaba nunca de reprocharse su falta de cumplimiento con la iglesia y todos los días se repetía lo mismo: “un día de estos voy a levantarme más temprano para terminar pronto y alcanzar aunque sea la última misa”. Pero pasaba el tiempo y nunca podía cumplir su propósito.

Una noche de enero, blanca de luna, “clara como el día”, se levantó Juana Franco creyendo que era de madrugada y salió de su casa como de costumbre, en dirección del río. En su camino tenía que pasar al lado de la iglesia y al enfrentar al costado de ésta oyó arriba, en lo alto de la torre, sonar las campanas, como “tocando a misa” y le llamó la atención una gran iluminación que de pronto apareció en la Iglesia. “¿Qué pasará, pensó Juana Franco?”;  “¿Será ya tan tarde que va a empezar la misa?” 

Miró por la puerta lateral de la iglesia que estaba de par en par abierta y vió que había mucha gente adentro. Puso su cántaro en el suelo, recostado a una palma real de las que allí hay, mientras pensaba: “efectivamente están en misa. Voy a aprovechar esta ocasión para ir a misa, que hace tiempo no lo hago”. 

Caminó por el atrio hacia la torre, dobló la esquina del atrio y entró por la puerta del perdón. Después de santiguarse y de arrodillarse un momento, clavando en tierra una rodilla; se dirigió a una pila de agua bendita, “tomó” el agua con la punta de los dedos, se hizo las cruces rituales en la frente, en el pecho y en los labios y siguió adelante, desviándose por una nave lateral para ir a hincarse en un viejo reclinatorio que tenía allí su familia desde tiempo inmemorial. Arrodillada ya y mirando hacia el altar, notó que el padre que oficiaba era nuevo y lo mismo el “monacillo”. 

Luego se fijó en la enorme profusión de luces procedente de velas de cera, blancas como perlas, y adornadas de cintas muy blancas, que había ante el altar y la gran cantidad de muchachas vestidas de blanco impecable que se arrodillaban allá, cerca de la Sacristía “Habrá algún matrimonio”, pensó Juana Franco. “Pero no se ven los novios”. 

Miró con más cuidado en todas direcciones. La iglesia estaba completamente llena de gente, todos vestidos de blanco, algunos con túnicas del mismo color y portando todos en la mano izquierda un cirio prendido. Se oían los rezos como un murmullo y se sentía una mezcla de olores de barniz, de heliotropos y de jazmines. 

De pronto rompieron a cantar en el coro unas veinte o más jóvenes de semblante angelical y de vestiduras vaporosas y níveas, acompañadas por las notas quejumbrosas y solemnes del órgano. Sus voces melodiosas parecían lejanas, como un sueño,  la música, dulce y sublime, era una rara música nunca antes oída por ella. Juana Franco se estremeció de emoción y de espanto a un tiempo mismo. 

Miró luego con mirada curiosa, examinadora, casi ansiosa, a las personas mas cercanas. Vio rostros desconocidos pero también empezó a identificar a algunas personas: ahí estaba Juanita Castillo, más allá Juan Facundo Espino y Miguel Saucedo y Dominga Correa, todos difuntos. Juana Franco temblaba como el azogue; estaba azorada, muerta de frío y de miedo; quiso gritar y no pudo; pero en ese instante una señora se le acercó sonriendo, la tomó del brazo y amablemente le dijo: “Venga, comadre, salga de aquí, que esta misa no es para los de la tierra”. 

La miró bien, Juana Franco, y vió que era su comadre Micaela Moreno, amiga de infancia, muerta hacía muchos años, cuando las dos eran todavía mozas. Juana se dejó guiar dócilmente y en un momento estuvo fuera de la iglesia y sólo vio ahora sombras; las puertas cerradas, ni una luz, ni una voz, completo silencio. 

Llena de un miedo espantoso Juana Franco “salió en una sola carrera” hasta llegar a su casa. Se sentía con fiebre. Se fue derecho a la cama, pero antes prendió luz y miró el reloj: eran las 12 de la noche. Había estado en la misa de las ánimas.

Autor: Sergio González Ruiz

Conclusión

La protagonista, quien solía posponer su asistencia a misa, finalmente toma la decisión de ir. Pero su descuido espiritual parece tener consecuencias, y lo que vivirá esa noche será una advertencia inesperada. Tal vez su experiencia nos recuerda que las promesas hechas con el alma no deben tomarse a la ligera.

Venus Maritza Hernández


La leyenda del mochuelo

     
El canto del mochuelo en el bosque

               














En el delicado equilibrio entre la ciencia y la tradición, surge esta historia que atraviesa el tiempo y la memoria. El canto del mochuelo nos invita a explorar la lucha silenciosa entre la esperanza médica y las leyendas ancestrales que nos hablan de vida, muerte y misterio. Una joven enfrentando la oscuridad de su enfermedad, y un amor desesperado que desafía las sombras del miedo.

Descubre cómo la realidad y la superstición se entrelazan en este relato profundo y conmovedor, donde el destino se escucha en un canto lejano, monótono y fatídico. 

Venus Maritza Hernández

 El canto del mochuelo

Por: Sergio González Ruiz

Está grave la señorita Elisa. Hace ya tres días que pasa en una gran agonía. La fiebre no cede. El médico ha dicho que es pulmonía lo que tiene y ya se le han puesto millones de unidades de penicidía. Temprano se hizo el diagnóstico y se comenzó el tratamiento.

Elisa es joven y fuerte. Hasta hace pocos días rebosaba salud y alegría. Sólo después del baile del 28 de Noviembre se había “rociado” al salir del salón, camino de su casa. Uno de esos chaparrones imprevistos, fugaces, llamados “barre-jobos”, tan característicos del fin del invierno, la había sorprendido en la calle. Se había mojado un poco y se había resfriado. Después el doctor había dicho que tenía neumonía doble.

Antonio estaba desesperado, triste, abatido. Amaba a Elisa entrañablemente. Eran vecinos y la había visto crecer desde niña hasta verla convertida en la hermosa mujer que era ahora. “Ella era tan dulce, tan buena...” Acababa de verla en un momento que fue permitido hacerlo. “¡Estaba tan descompuesta, tan pálida, tan lánguida! ¡Y esa mirada suya, de ansiedad! ¡Y esa respiración tan fuerte y tan rápida! A pesar del oxígeno que le administraban cada hora, a veces se ponía cianótica y siempre estaba agitada como si le faltara aire.

“Era verdad que la pulmonía era una enfermedad muy grave. Por algo la llamaban los médicos ingleses y norteamericanos ‘el Capitán de la muerte’; pero ahora con los antibióticos todo había cambiado.

“¡Qué enorme diferencia entre las condiciones actuales y las que él había conocido allí mismo en su pueblo, allí mismo en su barrio! Aquellas calles lóbregas, aquellas calles fangosas, de invierno y llenas de polvo en verano. Ni un coche, ni un bombillo eléctrico, ni acueducto, ni servicios higiénicos, ni hospital, ni nada. Entonces la gente se moría sin el auxilio de la ciencia”. 

Repasó con la mente tantos cuadros tristes que había contemplado en su niñez: “Toribio, muerto de tétano, sin una sola inyección de antitoxina, en medio de dolores tremendos; y Pedro; y Margarita; y el peor y más triste de todos los casos, su hermanito Manuel... Apenas si se daba él cuenta de las cosas entonces, pero había algo que se le había grabado en la mente para toda la vida. 

“Era de noche. Estaban velando. Repartían café y galletas de soda. Estaban sentados en el “portalete” de la cocina, ahí precisamente donde él estaba ahora, cuando empezó a cantar un pájaro en el palo de mango del patio que estaba ahí todavía como testigo mudo. 

Uno de los presentes (no podía recordar quién) había dicho: “malo, está cantando el mochuelo”; y otro había comentado en voz baja, como para no ser oído por los familiares, pero sin cuidarse de él, tal vez por lo pequeño que era entonces: “lo que es a este niño no lo salva nadie porque cuando hay un enfermo grave y canta el mochuelo, la muerte es segura”. 

Antonio recordaba claramente cómo había sentido una ola fría de terror y había escuchado el fatídico canto: Pim, pim, pim, pim… Después, recuerda que entró a ver a su hermanito y que éste lo miró con una mirada de ansiedad y de angustia que le había llegado al alma y que luego había vuelto los ojos hacia otra parte, exactamente como lo había mirado Elisa hacia un rato. 

Al fin el sueño lo había vencido y a la mañana siguiente, lo recordaba como si  fuera ahora, con ojos estupefactos, había visto, en una mesa adornada de flores, con una mortaja muy blanca y entre cuatro velas grandes de cera, a su hermanito tendido, quieto, inmóvil; y, delante del niño muerto, a su madre desgarrada por el dolor, llorando amargamente”.

Pasó un largo rato. Antonio, en las sombras, lloraba en silencio. Su amada sufría y estaba grave de muerte. Él lo presentía por más que el médico se sintiera confiado: “Su Elisa moriría”.

Era ya de madrugada. En el patio 1as frondas comenzaban a iluminarse con la luz de una luna tardía. Empezaba a hacer frío. Este año soplaba la brisa del Norte temprano. De repente empezó a cantar el mochuelo otra vez, desde lo alto de algún árbol cercano: el mango o el níspero, quién sabe si el guanábano.

Antonio sintió, a pesar suyo, un estremecimiento de terror. “Se espantaron” las gallinas, (“como entonces” pensó Antonio). “Era ya seguro. Su Elisa iba a morir”.
“Más ¿por qué? ¿ Qué demonios tenía que ver el canto de un pajarraco con la vida o con la muerte? Esas supersticiones lo asustaban a él cuando era niño. Ahora era diferente. La gente de los campos es muy “imaginativa”, se decía. 

“Al oír ese canto monótono, pim, pim, pim, pim, por horas y horas, siempre igual, siempre el mismo, llegaron a encontrarle algún parecido, alguna analogía, con los golpes del martillo en los clavos cuando el carpintero del lugar tenía, a media noche, que hacer algún cajón de muerto, de urgencia”.

Pim, pim, pim, pim, seguía imperturbable el mochuelo su canto fatídico. Antonio, muy a su pesar, lo escuchaba y, gradualmente, a medida que se prolongaba el canto, le iba encontrando un lejano parecido, después un parecido indudable, con el martilleo del carpintero “haciendo cajones de muerto”.

“¿Y si fuese verdad la leyenda?” pensó con redoblado temor. “¿Qué sabemos nosotros de los misterios de la vida y de la muerte? ¡Pero es absurdo! ¿Qué lógica hay en esa tonta leyenda? Y sin embargo, después de todo ¿qué sabemos nosotros si lo lógico o lo que nos lo parece es real y verdadero? ¿Y si resultase que todo lo que creemos y todo lo que juzgamos cierto, 1ógico y científico no es realmente así sino de otro modo?”

Antonio sentía que sus convicciones se debilitaban. Tenía miedo. Su novia adorada estaba en peligro de muerte. “Allí estaba tendida, presa de una enfermedad terrible. ¡No, su novia tenía que vivir! El médico le estaba aplicando los tratamientos más modernos, pero era preciso hacer lo que fuera para salvarle la vida: lo lógico y lo ilógico, lo científico y lo anticientífico”.

Como un autómata se levantó Antonio y se fue a la trastienda, cogió un riflecito de salón que allí había y se fue, patio abajo, caminando, primero muy rápido, despacio después, más y más despacio, sigilosamente, con mucho cuidado… Arriba del guanábano estaba el mochuelo, desprevenido, cantando su monorrimo interminable: pim, pim, pim, pim…

A la luz de la luna veíase la sombra del cuerpecito indefenso (una lechuza pequeña parece el mochuelo). Antonio lo vio bien, alzó el rifle, apuntó: ¡fuego! y rodó por el suelo, sin vida, el infeliz monchuelo.

Elisa amaneció sin fiebre y, como suele suceder en las pulmonías, después de la dramática lucha con la muerte que la hizo pasar asfixiándose horas y días, en medio de la más horrorosa desesperación, ahora dormía como un ángel, como si  no hubiese pasado nada, tranquila y feliz.

Autor: Sergio González Ruiz

Y así, en la quietud de la madrugada, cuando la fiebre se disuelve como sombra y el alma respira, comprendemos que el protagonista tuvo que tomar una decisión que emergió de su alma para salvar a su amada.

El canto del mochuelo no era solo un sonido perdido en la noche, era el eco antiguo de un temor sembrado en la infancia, el presagio silvestre que retumba más fuerte que cualquier diagnóstico. Antonio, desgarrado entre la lógica y la leyenda, derribó con su pulso tembloroso aquel misterio alado… y con él, la muerte que rondaba.

Elisa vivió.
Y aunque nadie pueda probar que fue por la acción de Antonio, o por la penicilina, hay silencios que sanan y cantos que matan, como fue el caso de esta ave de mal agüero. 

Venus Maritza Hernández