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lunes, 16 de junio de 2025

El triunfo del ideal – Relato de Ricardo Miró, literatura panameña

Pintor obsesionado trabajando en su obra, con expresión de locura y determinación, ilustración del cuento El triunfo del ideal de Ricardo Miró.
















El objetivo o ideal que nos trazamos en la mente puede ser loable y positivo, siempre que se mantenga dentro de la justa medida. Como bien se dice: todos los extremos son malos.

Este principio se ve reflejado en el comportamiento del protagonista del cuento "El triunfo del ideal", de Ricardo Miró. El personaje principal, un pintor, se obsesiona tanto con alcanzar la perfección en su obra que termina perdiendo la noción de la realidad. Su búsqueda del ideal lo consume por completo, mostrando cómo incluso una meta noble puede volverse destructiva cuando se lleva al exceso.

Venus Maritza Hernández

El triunfo del ideal

Autor: Ricardo Miró

Guy de Maupassant: El Maestro del Realismo Breve

 

Retrato de Guy de Maupassant, escritor francés del siglo XIX, autor de cuentos realistas.


















Guy de Maupassant nació el 5 de agosto de 1850 en el castillo de Miromesnil, cerca de Dieppe, en Normandía, Francia. Desde muy joven quedó marcado por la separación de sus padres, creciendo al lado de su madre, una mujer culta y apasionada por la literatura, quien ejerció una profunda influencia en su formación intelectual. Ella lo introdujo en la lectura de los clásicos y fomentó su amor por la observación de la naturaleza humana, una habilidad que luego se convertiría en la esencia de su obra.

Máximo Gorki: La voz incansable del realismo social ruso

Retrato de Máximo Gorki, escritor ruso y pionero del realismo social

Máximo Gorki, cuyo verdadero nombre era Alexéi Maksímovich Peshkóv, nació el 28 de marzo de 1868 en Nizhni Nóvgorod, entonces parte del Imperio Ruso. Su vida y obra se convirtieron en símbolos de la lucha social y literaria de Rusia a finales del siglo XIX y comienzos del XX, reflejando con crudeza las condiciones de vida de los más desfavorecidos y las injusticias que marcaban su época.

Horacio Quiroga – El narrador de la selva y el alma humana

Retrato de Horacio Quiroga, autor uruguayo y maestro del cuento hispanoamericano, célebre por su narrativa ambientada en la selva.











Horacio Quiroga (1878–1937) fue uno de los cuentistas más notables de la literatura hispanoamericana, un narrador cuya vida y obra estuvieron marcadas por la tragedia, la intensidad emocional y una profunda conexión con la naturaleza, especialmente con la selva misionera de Argentina, que se convirtió en el escenario inconfundible de muchas de sus historias.

Miguel de Unamuno: el pensador de la duda y la palabra viva

 

Retrato de Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español del siglo XX, miembro de la Generación del 98.















Miguel de Unamuno fue uno de los más influyentes escritores, filósofos y ensayistas españoles del siglo XX. Figura clave de la llamada Generación del 98, su obra abarca poesía, novela, teatro y reflexión filosófica, siempre impregnada de una inquietud existencial profunda. La lucha entre la fe y la razón, la inmortalidad del alma, la identidad de España y el conflicto del ser humano consigo mismo son los grandes temas que nutren su legado.

Ricardo Miró – El alma poética de Panamá

Retrato de Ricardo Miró, el alma poética de Panamá y autor del poema “Patria”.




Ricardo Miró Denis es, sin duda, uno de los más grandes poetas de Panamá y una figura central en la literatura hispanoamericana. Nacido en la Ciudad de Panamá el 24 de noviembre de 1883, su obra marcó un hito en la expresión cultural del país y sentó las bases de la poesía moderna panameña. Miró no solo cultivó la poesía con una sensibilidad única, sino que además fue un cronista de la realidad nacional y un visionario que expresó, con su pluma, las esperanzas, nostalgias y sentimientos de un pueblo que comenzaba a consolidar su identidad.
 

sábado, 29 de octubre de 2022

Alma de oro, poemas románticos

Alma de oro por Ricardo Miró


Ricardo Miró, uno de los grandes escritores panameños, cuyas obras me deleitaron desde la infancia, despliega en sus versos una lira poética de gran claridad. Sus floridas frases románticas nos transportan a tiempos remotos y nos permiten percibir el aroma del tiempo, entre flores amarillentas y párrafos colmados de luz y amor.

Venus Maritza Hernández

Poemas de Ricardo Miró

Alma de oro

«No camines descalza cuando vayas por los montes,
que en los montes florecen las espinas y zarzas…»

Señor, mi Dios, ¿en dónde podré encontrar aquella
olímpica tristeza que presidió su vida?...
Fue dolorosa y muda, lo mismo que una herida;
brillaba sin saberlo, lo mismo que una estrella.
Grabada está en mi mente su indefinible risa;
aquella amarga risa llena de dulce encanto,
que no sé si era risa húmeda toda en llanto,
o acaso alguna lágrima que se volvió sonrisa.

Creyó la vida llena de pétalos de rosa
y desnudas sus breves plantas de seda y rosa
cruzó por los senderos tras de bellos mirajes,
y cayó, con su amarga risa en los labios rojos,
con los pies destrozados por todos los abrojos
y el alma desgarrada por todos los ultrajes.

Brisas de primavera


Cuando pasa Mimí con su sombrilla
color de perla con encajes rosa,
si la miro, su sangre tumultuosa
le retoza en la diáfana mejilla.
Por verla me detengo, y la chiquilla,
como una colegiala maliciosa,
se recoge la falda rumorosa
y descubre la ebúrnea pantorrilla.

Mi alma, toda entera, se estremece
blandamente, lo mismo que se mece
el lirio acariciado por la brisa.
Y Mimí, con un modo que provoca,
vuelve la faz, en tanto que su boca
dibuja una diabólica sonrisa.

Tu recuerdo es piadoso


En vano, en vano trato de olvidarte… Persiste
en mí el grato recuerdo de tu imagen radiosa,
lo mismo que persiste la nota melodiosa
en las concavidades de una bóveda triste.

Un día sobre el yermo de mi vida surgiste,
y como aquella samaritana bondadosa,
acercaste a mis labios el agua milagrosa
de tus besos más dulces y luego… te perdiste.
A veces un recuerdo que surge de lo ignoto,
desenvuelve a mis ojos aquel tiempo remoto
en que alegraron mi alma tus risas argentinas.

Porque entre los escombros de mis sueños más puros
tú eres como esas yedras piadosas que en los muros
cubren la desolada desnudez de las ruinas.

Señora: no renueves el daño que me hiciste;
no avives sobre el yermo de mi vida tediosa
la huella de tus pasos, amable y luminosa,
que a través de los años en mi ánima persiste.

No tienen sed mis labios… el agua que me diste
de tu ánfora repleta de savia milagrosa,
sació todas las ansias de mi alma dolorosa…
y por eso, señora, estoy enfermo y triste.

Tú fuiste alegre y blanca; me diste tu belleza,
y yo en mis amarguras te colgué mi tristeza
como un manto de luto sobre los níveos hombros.
De entonces, al mirarte girar sobre mis ruinas
me finges una de esas joviales golondrinas
que alegran la infinita mudez de los escombros.



Mujer romántica


Ella fue una romántica perdida
que amó los versos y adoró las flores
y que llenó de pájaros cantores
el jardín silencioso de su vida.
Amó una vez, y -candidez divina
que tienen la mujer y la paloma-
tomó la rosa y aspiró el aroma
sin sospechar, tras de la flor, la espina.
Después, calladamente, tristemente,
cerró los labios y bajó la frente,
y ante la verde mar murmuradora,
esperando la vuelta prometida,
se fué quedando, sin sufrir, dormida,
como un pomo que al viento se evapora


Melancolía


Hoy lo mismo que ayer… Tal vez mañana
recordarás con pena este pasado,
cuando ya esté mi corazón helado
y cuando tenga la cabeza cana.

¡Y pensar que yo pude en tu ventana
ser el galante trovador soñado
y así como Romeo enamorado
oír cantar la alondra en la mañana!...

Tu juventud se va; se va la mía…
y mientras muere, sobre el mar, el día
me torturo en pensar que estás muy lejos,
en que nos mata idéntica congoja,
y cada tarde azul que se deshoja
nos deja más sombríos y más viejos.

Autor: Ricardo Miró

Luego de extasiar mis sentidos con éstos poemas de Ricardo Miró, con sus letras de caballero de época, y refinamiento. Escucho los suspiros de las épocas, acompañadas de amaneceres y atardeceres nostálgicos visionados a través de sus versos.

Venus Maritza Hernández


domingo, 13 de septiembre de 2020

Leyenda de niña encantada

La niña encantada del río

Leyenda de niña encantada

Una fascinante leyenda panameña que nos deleita desde las primeras líneas, enmarcando la espiritualidad de la naturaleza y las legendarias figuras del pasado. Percibimos la magia del tiempo en las vívidas descripciones del entorno, que nos atrapan con su hechizo narrativo.


Venus Maritza Hernández

La niña encantada del salto del Pilón

Autor: Sergio González Ruíz

El Río Perales nace como un humilde arroyuelo en las faldas del Canajagua y baja en dirección Noreste por entre peñascales, como cantarina fuente primero, hasta encontrar un pequeño valle, el que sigue, ya convertido en río por la afluencia de diversas quebradas y ríos menores, que se le van sumando en el trayecto. Después penetra entre cerros de mediana altura que forman una doble cadena en dirección norte y noreste y que en la parte más baja reciben el nombre genérico de Cerros del Castillo. 

En la parte media de ese estrecho valle recibe las aguas del Río Hondo que baja también del Canajagua y un poco más abajo las del Río Pedregoso (famoso por formar las más altas cataratas de la provincia de Los Santos), y que ya en este sitio es conocido con el nombre de Río Laja por correr por un lecho de piedra viva. 

Así aumentado su caudal, el Río Perales, a trechos corre en forma sosegada y tranquila, a trechos en forma rauda y torrentosa, según el declive y la configuración del terreno y en su descenso forma a veces rápidos y saltos, de los cuales el más famoso es el Salto del Pilón, ya entre las últimas estribaciones de los Cerros del Castillo, antes de llegar a las tierras bajas de Perales.

Ya sea por lo impresionante del paraje, ya por el estruendo que hacen las aguas al estrellarse contra la roca viva, ya sea porque algo extraordinario pasara allí en tiempos remotos, la leyenda existe, desde época indefinida, de que hay allí “un encanto” y aún hoy, cuando uno pasa cerca de ese sitio un hálito de misterio y de recelo parece envolverlo a uno y pocas son las personas que se atreven a bañarse en el charco, profundo y redondo como un pilón, que la fuerza de las aguas ha cavado en la laja viva a través de los siglos.

Los indios de la costa habían sido sometidos o se habían refugiado en las montañas para desde allí, en unión de otras tribus, seguir resistiendo al invasor español. Hacía ya tiempo que había muerto Atatara, señor de París; y sus aliados, o habían muerto o habían sido vencidos. En los llanos de Las Tablas existía ya una pequeña colonia española y una ermita, a la orilla de un arroyuelo cuyo nombre primitivo se perdió en el silencio de los tiempos y que vino a conocerse después con el nombre de Quebrada de la Ermita. De allí salían algunas expediciones de españoles y de indios vasallos a explorar las comarcas hacia el sur y el oeste, hacia las regiones montañosas, siempre en la esperanza de encontrar oro. No hubo quebrada o río que no exploraran.

Un día iba Don Julián del Río con un grupo de indios, explorando el Río Perales. Iban río arriba y no habían tenido ningún tropiezo hasta cuando llegaron a un sitio en donde podía oírse ya claramente el ruido de un salto; aquí los indios se detuvieron y le informaron a su amo que de allí no seguirían más adelante; que ahí cerca había un salto y que era peligroso llegarse hasta él porque era un lugar encantado en el cual salía un espíritu en la forma de una mujer muy bella, peinándose con un peine de oro, para atraer a los hombres y que más de un español que se había aventurado a llegar hasta allí, había desaparecido misteriosamente.

Don Julián pensó que aquel cuento eran patrañas de los indios y les increpó, los insultó, pero en vano. No logró que siguieran adelante. “Son patrañas”, pensaba Don Julián. “Quién sabe qué rica tumba de indios habrá en estos alrededores y ellos no quieren que sea profanada. ¿Y el cuento del peine de oro? ¿Peine de oro han dicho? De seguro que habrá eso y quién sabe que otros objetos más de oro”. Dejó atrás, pues, a la asustada gente y siguió adelante sin hacer caso de las admoniciones que le hacían.

Cuando llegó al sitio en donde estaba el salto fue sobrecogido por un extraño sentimiento, mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la corriente. Contempló el río que se deslizaba por su lecho, casi sin declive, mansamente, hasta encontrar la barrera de piedras inmensas en donde estaba parado. 

Era evidente que en la estación lluviosa, en las formidables crecidas del río, toda esa muralla era sobrepasada por las turbulentas aguas; y ahí, a sus pies, veíanse, aquí y allá, grietas profundas abiertas en la roca y perforaciones hondas, cilíndricas, hechas en las lajas por las aguas en el curso de siglos o milenios. 

Mas como era ya fines de diciembre y comienzos de la estación seca, las aguas claras, transparentes como un cristal, al encontrar la barra alta, transversal y maciza de piedras, se desviaban a la derecha para precipitarse, por una amplia brecha, (mayor y más baja que todas las demás) socavada en la parte más vulnerable de la roca, con un gran estruendo, en un chorro ancho, abundante, raudo y poderoso que cae a uno como canal profundo, abierto y cavado también en la roca, en donde las aguas forman un hervidero blanco de espumas y agitadas olas y remolinos vertiginosos; para deslizarse al fin, más adelante, con increíble rapidez, sobre el lomo liso de la laja viva y caer más abajo aún en un amplio pozo, redondo y profundo, con paredes cortadas a pico y lisas como las de un brocal. 

Aquí notaba que las aguas se dividían en dos corrientes, una menor que gira alrededor del pozo, silencioso, de aspecto misterioso, superficie relativamente tranquila y color casi negro; y otra rápida, murmurante y espumosa que se va gritando o gimiendo hacia una como laguna espaciosa, en donde se remansan las aguas antes de precipitarse de nuevo en un rápido que queda más abajo y en el cual un ruido de aguas espumosas y agitadas, al romperse contra las piedras que se les oponen, rivaliza con el ensordecedor estruendo, incesante y eterno, del salto. Allí abajo, bien lejos, se adivinaba el remanso tranquilo, el curso lento y silencioso del río.  

A los lados, las laderas de la montaña y un follaje sombrío de algarrobos, guayabos de montaña, harinos, caracuchos y madroños de la tierra, que en esta época aparecían blancos como trajes de novia, cubiertos totalmente de florecillas blancas como los azahares. Don Julián, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de novia”, le hicieron recordarla.

Y un instante después, atónito, mudo de asombro, contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro, se dibujaban los colores del iris. De pronto, vió surgir una figura esbelta y blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.

Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus muslos y sus piernas, todo era perfecto. Don Julián temblaba de emoción y de espanto; pero ella lo miró con sus ojos azules, de un azul profundo, y le sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su divina belleza.

—¿A quién quieres más? —le dijo al fin la niña encantada o encantadora—, ¿a mí o al peine de oro?
Por un instante Don Julián permaneció mudo, presa del asombro y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la pregunta:
—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión sublime —dijo Don Juan con notable vehemencia.

Sonrió la hermosa entonces y díjole:
—Te has salvado, Julián del Río, porque te has olvidado del oro envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a los que han llegado hasta aquí con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú, que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.

Don Julián la miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió una ansia infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco, sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta, desconocida, lo envolvía como en sutiles redes. Se olvidó de que ésa no era una mujer real sino “un encanto”, se olvidó de todo y al fin le dijo con voz enronquecida por la emoción de amor:
—Te adoro, mi princesa; no me pidas que te deje.

Y como la niña encantada comenzara a hundirse suavemente entre las espumas de las aguas turbulentas, Don Julián, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su amada, como en un sueño, sintió que se deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso misterioso, frío y profundo del charco del Pilón.

Hasta las hadas tienen sus amores. Desde aquel día la niña encantada del Salto del Pilón no ha vuelto a salirle a nadie más.

Autor: Sergio González Ruíz


Conclusión

Una leyenda que nos deja una sensación grata, a pesar de la dimensión fantasmal implícita. El protagonista pierde toda noción de la realidad a causa del encanto de la aparición femenina, y con ello reafirma la leyenda, detenida en el tiempo.


Venus Maritza Hernández