A continuación un cuento impresionante de emociones que palpan a la ternura y al dolor, una historia que toca corazones, pero que en determinados momentos podría provocar una sonrisa, que luego se convertirá en una mueca amarga...
La gallina degollada
Autor: Horacio Quiroga
Todo el día, sentados
en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían
la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por
un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí
se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se
ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora
llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al
fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si
fuera comida. Otras veces, alineados en
el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico.
Los ruidos
fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua
y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en
un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados
en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo
su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado
maternal.
Esos cuatro idiotas,
sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de
casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y
mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:
¿Qué
mayor dicha para dos enamorados que esa honrada
consagración de su cariño, libertado ya del vil
egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron
Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,
creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía
más a sus padres.
El médico lo examinó con esa atención profesional
que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los
padres. Después de algunos días los miembros paralizados
recobra-ron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían
ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para
siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo
querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado,
acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede
decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo
que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí!
—asentía Mazzini—. Pero dígame:
¿Usted cree que es
herencia, que?...
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía
cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un
pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero
hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
bien.
Con el alma
destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el
amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo
asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo
por aquel fracaso de su joven
maternidad.
Como es natural, el
matrimonio puso todo su amor en la esperanza
de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el
porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del
primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres
cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban
malditos! ¡Su amor, sobre todo!
Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba
a crear un átomo de vida normal.
Ya no pedían más belleza e
inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre
brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de
una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. Mas, por encima de su
inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro
hijos. Hubo que arrancar del limbo de
la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo
abolido.
No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse.
Aprendieron al fin a
caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los
obstáculos. Cuando los lavaban
mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o
cuando veían colores brillantes u oían truenos.
Se reían entonces,
echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en
cambio, cierta facultad imitativa;
pero no se pudo obtener nada más. Con los
mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres
años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo
transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual
había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus
hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían
nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros,
que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el
cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más
del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole
una noche Mazzini, que acababa de entrar y
se lavaba las manos—que podrías tener más
limpios a los muchachos.
Berta continuó
leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por
el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un
poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos,
¿me parece?
—Bueno; de nuestros
hijos. ¿Te gusta así? — alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se
expresó claramente:
—¿Creo que no vas a
decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió
Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco,
supongo!...
¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué, no faltaba
más?
—¡Que si alguien
tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso
es lo que te quería decir.
Su marido la miró un
momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló,
secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero
si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las
inevitables reconciliaciones, sus
almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña.
Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre
otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda
su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites
del mimo y la mala crian-za. Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba
siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su
solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a
cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale
lo mismo.
No por eso la paz
había llegado a sus almas.
La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los
rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo
para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se
vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel
fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a
una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste
había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la
infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos
sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores
afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba,
con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.
Pasaban todo el día
sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió
cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la
criatura tuvo algún escalofrío y fiebre.
Y el temor a ver-la morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que
no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de
Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes
caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .
—Bueno, es que me
olvido; ¡se acabó! No lo
hago a propósito.
Ella se sonrió,
desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te
hubiera creído tanto a tí. . .
¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué
dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo!
Mira: ¡no sé lo que dijiste; pe-ro te juro que
prefiero cualquier cosa a
tener un padre como el que has
tenido tú!
Mazzini se puso
pálido.
—¡Al fin! —murmuró
con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí!
Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de
delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su
vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso
es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la
mayor culpa
de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado,
víbora!
Continuaron cada vez
con mayor violencia, hasta que un
gemido
de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una
de la mañana la ligera
indigestión había desaparecido, y como
pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han
amado intensamente una
vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto
hirientes fueran los agravios.
Amaneció un
espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche
pasada tenían, sin duda, gran culpa.
Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente,
pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron
salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que
matara una gallina.
El día radiante había
arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne),
creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a
otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños
están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no
quería que jamás pisaran allí.
¡Y ni aun en esas
horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa
horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de
amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María!
¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres
bestias, sacudidas, brutal-mente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar,
salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las
quintas. Al bajar el sol volvieron;
pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente.
Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los
idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya
el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se
interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. De-tenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una
silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a uncajón de kerosene, y
su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la
garganta sobre la cresta del cerco,
entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el
pie para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se había animado; una
mis-ma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de
su hermana, mientras creciente sensación
de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia
el cerco.
La pequeña, que habiendo logrado
calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado,
seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los
suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame!
—gritó sacudiendo la pierna. Pero fue
atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá!
¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente.
Trató
aún de sujetarse del borde, pero sintióse
arrancada y
cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . .
—No pudo gritar más.
Uno de ellos le
apretó el cuello, apartando los bucles como si
fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola pierna
hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a
la
gallina, bien sujeta,
arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa
de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te
llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído,
inquietos, pero no oyeron
más. Con todo, un momento después se despidieron, y
mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini
avanzó en el
patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más
la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan
fúnebre para su corazón siempre aterrado,
que la espalda se le heló de
horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija!
—corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero
al pasar frente a la cocina
vio en el piso un mar
de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada,
y lanzó un grito de
horror.
Berta, que ya se
había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el
grito y respondió con otro. Pero al precipitar-se en la cocina, Mazzini, lívido como
la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No
entres!
Berta alcanzó a ver
el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a
lo largo de él con un ronco suspiro.
Fin
Conclusión
Nos queda un toque de realidad y mal sabor al terminar esta historia, pero a la vez, es un cuento que atrapa sobremanera;
el vacío de los hechos suscitados, casi por la inconsciencia de unos seres que no razonan, solo actúan en la neblina de su mundo, en su visión mental escasa. Pero a la vez nos preguntamos: ¿Porqué tanto descuido, por parte de sus padres ?
Venus Maritza Hernández