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viernes, 13 de junio de 2025

El hada del viejo Tilo

El hada del viejo Tilo ayuda a los que la necesitan


Este cuento, que bien podría pasar por una leyenda, nos transporta a un entorno agreste y cálido, rodeado de naturaleza viva y pequeños animales del campo. En ese escenario encantador, se desarrolla la historia del Hada del Tilo, un ser mágico que asiste con generosidad a quienes más lo necesitan. Sin embargo, tras conceder sus bendiciones y cumplir deseos, el hada también espera un pequeño gesto de gratitud por parte de quienes han sido favorecidos.

Venus Maritza Hernández


El hada del viejo Tilo

Autora: Ángela Grassi

Perdido entre las asperezas de los Alpes, no muy lejos del país de los Grisones y en el centro de la cordillera del Arlberg, allí donde nacen el Sech y el Inn, dos caudalosos ríos que van á morir en el Danubio, existe un risueño vallecito cubierto de árboles, cruzado de arroyos que dan sombras y murmullos á una humilde aldea. 

El valle está formado por dos altísimos picachos, sobre uno de los cuales descuella el antiguo castillo de Asburg, y sobre el otro un monasterio, en donde castas vírgenes elevan á Dios sus oraciones. 

En medio de aquella agreste y majestuosa naturaleza, alumbrados por los plácidos fulgores de aquel sereno cielo, los habitantes del valle se entregan á esas misteriosas y poéticas creencias, tan familiares en Alemania; y no hay un árbol, una flor, un lago, que no tenga su mística leyenda. 

Cuando tuvo lugar el suceso que voy á referir, era un domingo por la tarde. ¿De qué siglo, de qué año? No lo sé, nadie lo sabe!... El cielo estaba entoldado, las campanas del monasterio doblaban tristemente; en el castillo los antiguos servidores iban y venían con ademán consternado, y sin embargo, en el valle, los aldeanos y las aldeanas bailaban en derredor de un viejo Tilo. 

Era un Tilo enorme, que extendía pomposamente en torno su ramaje. Su historia era tan antigua como las chozas del valle. Bajo su sombra habían bailado sus primeros habitantes; delante de él habían pronunciado sus amantes juramentos, y por esto la adoración, trasmitida de padres á hijos, había ido tan lejos, que le suponían habitado por una hada benéfica, protectora de la aldea, y por esto, en fin, le hacían siempre testigo de sus juegos, de sus risas, de sus cantos... 

—Mejor haríais en interrumpir vuestra algazara, dijo la vieja Fidelia, acercándose al corro, apoyado en su nudoso bastón. ¡El señor de Asburg se muere! Cesó al instante el baile, cesaron las alegres voces; poro no se oyó ni un acento de conmiseración, ni uno plañidera queja. 

 —Dios haya en bien su alma, dijo un joven pastor que estaba sentado al pie del Tilo. Aquellas palabras produjeron un efecto extraño en medio del silencio universal. 

—¿Cómo dices eso, Gotardo? exclamó Fidelia. ¿No sabes que si no hubiese desaparecido cierto documento, tú serías ahora dueño de esta comarca, en lugar de serlo su hija? 

—Yo soy más rico que ella, dijo Gotardo sonriendo. Tengo dos ovejas blancas, y una pintada cabritilla; tengo una chocita risueña y aseada, tengo sol, pájaros y alegría. 

—Pero en vez de llamarte Gotardo, te llamarías Asburg. Gotardo se levantó rápidamente. Su dulce y expresiva fisonomía se tornó severa y amenazadora. 

—Cálmate, muchacho, cálmate, exclamó Fidelia, no le lo decía por mal. Pero no extrañes que nos sorprenda el oírte rogar por el que causó tu ruina. La movible fisonomía del mancebo sufrió otra rápida transformación: su rostro se tornó pensativo y melancólico. 

—Sí, dijo, ruego por él con toda el alma ¡Dios lo quiere, y la buena hada del Tilo lo quiere también... Todos se agruparon á su alrededor, movidos por la curiosidad. 

—¿La has vuelto á ver? ¿la has vuelto á ver? repitieron veinte voces á un mismo tiempo. 

 —¿Hay acaso algún desgraciado que no la haya visto en la hora de su infortunio? exclamó Gotardo. ¡Ah! ¿qué hubiera sido de nosotros, si la buena hada del Tilo no hubiese venido á conjurar los males que desencadenaba sobre nuestra frente ese infeliz que está al borde de la tumba? Como el alba sigue á la noche, como el iris á la nube tempestuosa, así siguen siempre sus beneficios á la negra desventura... 

 —¡Oh, sí! interrumpió una aldeana; ella nos dió dinero para reedificar nuestra cabaña, mandada incendiar por el señor, porque no le pagábamos á tiempo. 

—Ella me socorrió cuando mi marido estuvo preso en el Castillo, dijo otra. 

—Ella me trajo el perdón de mi hijo, añadió una tercera, de mi pobre hijo, condenado á muerte por haber cazado en los bosques del Señor. 

—¡Ella, sí! ¡siempre ella! exclamó Gotardo con transporte; ¡oh, mi buena hada del Tilo! ¿habrá algún corazón que no te ame y te bendiga? 

—¿Pero la has vuelto á ver? preguntó Fidelia. Es una extraña aventura, murmuró el joven en voz baja. 

—Cuenta, cuenta, exclamaron todos á la par. Gotardo prosiguió con ademán misterioso: 

—Sabéis que se me aparecía continuamente, ya al pálido fulgor de la luna, ya envuelta entre los resplandores de la aurora... Cuando discurría solo, triste y meditabundo por las florestas, siempre la descubría repentinamente junto á mí, diciéndome con su voz dulce y argentina: espera, espera, espera. Cuando ¡ha á rezar sobre la tumba de mi madre, siempre venía á mezclar con la mía su plegaria, y jamás la finalizaba, sin hacerme pronunciar una palabra de perdón para el Señor, una palabra de ternura para su hija Berta… ¡Berta!... ¡Pobre Berta!... ¡yo amo á esa niña pálida y melancólica como si fuese mi hermana! Pero oid, oid... 

Una noche... hace ya muchos meses... cuando regresé á mi cabaña, ví que me faltaba una ovejita... Salí á buscarla.... recorrí montes llanos;... la niebla era espesa, la noche lúgubre, el aire frío y penetrante... Al atravesar un torrente, ví surgir delante de mí una forma negra y vaporosa... Me detuve; quise retroceder... 

—Gotardo, gritó la viejecita hada del Tilo, pues era ella, Gotardo, te traigo tu amada oveja, que por venir á buscarme se ha perdido en la espesura. En efecto, la blanca oveja vino hacia mí saltando y balando de contento. 

 —Y ahora escúchame, añadió el hada con tono solemne. Hace algún tiempo que andas triste y cabizbajo: ¿por qué sufres? 

—¿Cómo? interrumpió un pastor con cándida sencillez, ¡es hada y lo ignoraba! 

—¡Hum! dijo Fidelia en voz baja, yo creo que el hada y Berta son una misma cosa! Todos se echaron á reír; Gotardo se encogió de hombros y prosiguió: 

—Yo caí de rodillas, y la dije que amaba á Gilda. Gilda, la hija del Burgomaestre, la que debe en breve casarse con Arnoldo, el más rico pastor de la comarca. ¿Lo creeríais? Al oír mi revelación el hada se conmovió profundamente. Los sollozos levantaban su pecho; las lágrimas corrían por sus mejillas 

—Sé tú feliz, ya que yo no puedo serlo, exclamó al fin entre suspiros. No temas, serás rico, serás esposo de Gilda. Luego, yo no sé si subió por el estrecho sendero de la montaña, ó si se desvaneció en las nubes, lo que sé es que quedé solo con mi ovejita blanca Desde entonces no la he vuelto á ver más... ¡nunca más! Gotardo calló, sumido en una meditación profunda. 

En aquel instante las campanas del monasterio resonaron de nuevo, y en la torre del castillo ondeó una bandera negra. 

—Vamos arriba, dijo Fidelia, vamos pronto, que el Señor se muere! Los aldeanos se descubrieron, y subieron silenciosamente por la empinada cuesta que conducía al castillo, mientras los ecos lúgubres y siniestros repetían por todas parles: muere... muere!... 

En efecto, el señor del castillo estaba próximo á rendir su postrer aliento. En una espaciosa estancia, alumbrada por algunos cirios, se veía el lecho en dónde gemía moribundo el que había sido azote de sus míseros vasallos sin embargo, estos vasallos estaban agrupados en lo puerta, respondiendo con fervor á la oración entonada por los familiares del castillo y los sacerdotes, que formaban círculo en derredor del lecho.

 Delante de todos se veía á Berta, la niña dulce y melancólica que iba á quedar huérfana en la tierra. De repente el moribundo se estremeció, hizo un supremo esfuerzo, y señaló con mano trémula una redomita de cristal. Berta se abalanzó á ella, vertió el líquido en una copa y la presentó á su padre. El moribundo bebió ávidamente. 

Casi al instante sus ojos centellearon, sus brazos se movieron... —Dios te ha oído, Berta, murmuró en voz baja. Me arrepiento, me arrepiento!... Que tus votos queden satisfechos!... En aquel rincón de enfrente hay unos papeles. Son los que acreditan el nacimiento de Gotardo... 

 Padre, padre. Dios os bendiga! exclamó Berta con celeste arrobamiento. El moribundo quiso hablar aún, pero la vida ficticia que le había comunicado el cordial se extinguió rápidamente. Dejó caer los brazos á lo largo de su cuerpo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hija... ¡Había muerto! Berta soltó un grito de dolor, los circunstantes entonaron en voz triste el miserere.  

Tres días después, Gotardo se hallaba sentado junto al hogar en su chocita blanca. En un rincón dormían las dos ovejas y la pintada cabritilla; á sus pies el perro fiel, guardián de su rebaño. Era de noche. Gotardo estaba triste, porque Gilda debía casarse al día siguiente. No obstante esperaba un milagro todavía. 

A cada chisporroteo de la lumbre, á cada sacudida que el cierzo daba á los endebles muros, á cada gruñido del perro, Gotardo se estremecía. 

—Si fuese ella, pensaba. ¡Lo ha prometido, vendrá! Pero las horas se sucedían las unas á las otras, lentas, uniformes, silenciosas... Por fin el gallo cantó, anunciando la media noche, y la puerta de la cabaña se abrió de par en par, apareciendo en su umbral una viejecita. 

—Aquí estoy! dijo con voz dulce y argentina, aquí estoy! Traía en la mano una pequeña arca de hierro, y la depuso á los pies de su protegido. 

—Gotardo, prosiguió, llevarás esto al Burgomaestre, y Gilda será tu esposa. La voz de la viejecita al decir esto temblaba. Calló un instante, como si estuviese embargada por la emoción, y luego repuso: 

—Júrame por el alma de tu madre, que cuando seas rico legarás una parte de tus bienes al hada del viejo Tilo, que estos bienes serán entregados al anciano más probo de la comarca, para que los administre en su nombre, y que su producto servirá para socorrer en lo venidero á todos los desgraciados.

 —¡Lo juro! ¡lo juro! exclamó Gotardo, cayendo de rodillas. Y ahora, adiós, repuso el hada tras un momento de silencio, adiós para siempre. Me voy á descansar en el seno del Eterno, supuesto que te dejo á tí para que continúes mi obra en este mundo!... ¡La vieja desapareció! ¿Cómo? ¿por dónde? Gotardo no lo supo. 

Ocho días después las campanas del castillo y las campanas del monasterio tocaban á vuelo al mismo tiempo. La unas pregonaban con sus lenguas de metal el casamiento de Gotardo, proclamado señor de Asburg, con la hermosa Gilda; las otras los esponsales de Berta con su Dios. 

Desde entonces, el hada del viejo Tilo nunca volvió á aparecerse á nadie. Algunos años mas tarde, cuando rayaba el alba de una mañanita de abril, los habitantes del valle vieron una llama azul salir del monasterio y remontarse al cielo. Casi al instante oyeron que las campanas del monasterio tocaban á muerto. Es que Berta había dejado de existir. 

—Lo he dicho siempre, exclamó Fidelia, dirigiéndose á los aldeanos, Berta era una santa, y ella y la buena hada del Tilo no formaban más que una misma cosa. Si visitarais el Arlberg, veríais el árbol venerando, y oiríais referir á sus habitantes esta sencilla leyenda, añadiendo con lágrimas de gratitud, que allí no se conoce el infortunio, porque los bienes de la buena hada del Tilo, sabiamente administrados, sirven para ahuyentarlo de toda la comarca. 

Autora: Ángela Grassi

Conclusión

Se percibe una profunda conexión —casi una fusión— entre la anciana Berta y el Hada del Tilo, como si ambas fueran una misma esencia bajo distintos rostros. Tal vez fue ella quien, con su bondad y sabiduría, activó la magia de aquel ser protector, o quizás el hada habitaba en su interior desde siempre. Así nace la leyenda: una historia que revela cómo el bien florece silenciosamente en quienes ayudan sin esperar nada a cambio. Al final, queda la satisfacción de saber que los más necesitados de aquella región encontraron alivio y esperanza gracias a la intervención del Hada del Tilo.

Venus Maritza Hernández


martes, 10 de junio de 2025

La gallina degollada

 



A continuación un cuento impresionante de emociones que palpan a la ternura y al dolor, una historia que toca corazones, pero que en determinados momentos podría provocar una sonrisa,  que luego se convertirá en una mueca amarga...

La gallina degollada


Autor:   Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas  del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos  estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra,  cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a  cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.

 Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La  luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se  animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma  hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otras  veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía  eléctrico. 

Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,  mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre  estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban  todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas,  empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años, y el  menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta  de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.    A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de  marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:

 ¿Qué mayor dicha para  dos enamorados  que esa honrada consagración de su cariño,   libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es  peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

 Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses  de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura  creció bella y radiante,  hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes  sacudiéronlo una noche  convulsiones terribles, y a la mañana  siguiente no conocía más a sus padres. 

El médico lo examinó con esa  atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las  enfermedades de los padres. Después de algunos  días los miembros  paralizados recobra-ron el movimiento; pero la inteligencia, el  alma, aun el  instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota,  baboso,  colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

 —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de  su primogénito.   

 El padre, desolado, acompañó al médico  afuera.

 —A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,  educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más  allá.

 —¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame:

 ¿Usted cree que es herencia, que?...

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.

 Respecto a la  madre, hay allí un pulmón que no sopla bien.  No veo nada más, pero hay un soplo un poco  rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento,  Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos  del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,  sostener sin tregua a Berta, herida  en lo más profundo por aquel  fracaso de su  joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su  amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa  reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las  convulsiones del primogénito se repetían,  y al día siguiente amanecía idiota.

 Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su  amor estaban malditos! ¡Su  amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada  ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. 

Ya no pedían más  belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

 Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco  anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.  Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos  mayores.   Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini  y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que  arrancar del limbo  de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el  instinto mismo abolido. 

No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse.

 Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse  cuenta de los obstáculos.    Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse  sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos.

Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí  bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; 

pero no se pudo obtener  nada más. Con los mellizos pareció haber concluido  la aterradora  descendencia.

Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente  anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta  ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en  la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro  bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de  culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

 Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus  hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

 —Me parece —díjole una noche Mazzini, que  acababa de entrar y se lavaba las manos—que  podrías tener más limpios a los muchachos.

 Berta continuó leyendo como si no hubiera  oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te  veo inquietarte por el estado de tus hijos.

 Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

 —De nuestros hijos, ¿me parece?

 —Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —  alzó ella los ojos.

 Esta vez Mazzini se expresó claramente:

 —¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

 —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida—  ¡pero yo tampoco, supongo!... 

¡No faltaba  más!... —murmuró.

 —¿Qué, no faltaba más?

 —¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo,  entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

 Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

 —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las  manos.

 —Como quieras; pero si quieres decir...

 —¡Berta!

 —¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables  reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

 Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,  esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres  pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los  más extremos límites del mimo y la mala crian-za. Si aún en los últimos  tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del  todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la  hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en  menor grado, pasábale lo mismo.

 No por eso la paz había llegado a sus almas.

 La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de  perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado  hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor  contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente  arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a  humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de  éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,  sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a  crear.

 Con estos sentimientos, no hubo ya para los  cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de  comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.

 Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota  caricia. De este  modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a ver-la morir o quedar idiota, tornó a reabrir  la eterna llaga.

 Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los  fuertes pasos de Mazzini.

 —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .

 —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo

 hago a propósito.

 Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo  tanto!

 —Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a tí. . .

 ¡tisiquilla!

 —¡Qué! ¿Qué dijiste?...

 —¡Nada!

 —¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pe-ro te juro que

 prefiero  cualquier cosa a tener un padre como el que has

 tenido tú!

 Mazzini se puso pálido.

 —¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

 —¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre  no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

 Mazzini explotó a su vez.

 —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!

 ¡Pregúntale,  pregúntale al  médico quién tiene la mayor culpa

 de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado,

 víbora!

 Continuaron cada vez con mayor violencia,  hasta que un

 gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una

 de la mañana la ligera indigestión había  desaparecido, y como

 pasa fatalmente con todos los matrimonios  jóvenes que se han amado intensamente una

 vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto

 hirientes fueran  los agravios.

 Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró  desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

 A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,  ordenaron a  la sirvienta que matara una gallina.

 El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que  mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar  frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

 —¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

 Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí.

 ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada,  podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos  eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los  monstruos.

 —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le  digo!

 Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutal-mente empujadas, fueron a dar a  su banco.

 Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar  el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus  vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

 Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol  había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban  mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

 De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada  de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. De-tenida al pie del  cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin  decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a uncajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble,  con lo cual triunfó. 

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la  cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y  buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se  había animado; una mis-ma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No  apartaban los ojos de su hermana, mientras  creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco.

La  pequeña, que  habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del  otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho  ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

 —¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la  pierna. Pero fue

 atraída.

 —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró  imperiosamente.

 Trató aún de sujetarse del  borde, pero sintióse arrancada y

 cayó.

 —Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más.

 Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si

 fueran plumas,  y los otros la arrastraron de una sola pierna

 hasta la cocina, donde esa mañana  se había desangrado a la

gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

 Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

 —Me parece que te llama—le dijo a Berta. 

 Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron

más. Con todo, un momento después se despidieron,  y

mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el

 patio.

 —¡Bertita!

 Nadie respondió.

 —¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

 Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado,

 que la espalda  se le heló de horrible presentimiento.

 —¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado  hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina

 vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada,

 y lanzó un grito de horror.

 Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado  del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitar-se en la cocina,  Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

 —¡No entres! ¡No entres!

 Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él  con un ronco suspiro.

Fin

    Conclusión

Nos queda un toque de realidad y mal sabor al terminar esta historia, pero a la vez, es un cuento que atrapa sobremanera;
el vacío de los hechos suscitados, casi por la inconsciencia de unos seres que no razonan,  solo actúan en la neblina de su mundo, en su visión mental escasa. Pero a la vez nos preguntamos: ¿Porqué tanto descuido, por parte de sus padres ?

Venus Maritza Hernández