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viernes, 13 de junio de 2025

Ver con los ojos a la realidad


Ver con los ojos  de Dios










Título adaptado para este blog: Ver con los ojos a la realidad

“Ver con los ojos” es un cuento que despierta nuestra curiosidad desde las primeras líneas y nos impulsa a leer hasta el final. El protagonista atraviesa casi toda la trama sumido en la depresión y la incomprensión, quizás como resultado de experiencias vividas fuera de su pueblo, que al regresar afloran con fuerza. Su visión oscura del mundo le impide reconocer las cualidades positivas de quienes lo rodean. Sin embargo, al final, logra resolver su conflicto interior mediante un gesto simple, profundamente humano.

Venus Maritza Hernández


VER CON LOS OJOS

Autor: Miguel de Unamuno

 Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa; verano  como corona de un invierno duro.

 El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecillas rojas, y el día  convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y  besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los  árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba  a misa mayor, y al encontrarse saludaban los unos a los otros como se  saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la  pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la  venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen  Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus  convecinos: «¡Angelito! Dios se lo ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz, el  pobre…!» ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar  felicidad?

 Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las  muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y  estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué el pobre Juan estaba triste?

 Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a  Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no  tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no  escasa fortuna y deseos cumplidos?

 Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores,  Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los  animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.

 Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor,  dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de  los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital.

 Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La  vida, ¿merece la pena de que se la viva?» Sólo hablaba del dolor y de la pena;

 eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos de cada día, porque era bien extraño un joven que  hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos,  renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga  homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.

 Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor,  y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar.

 Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía!» Si no  tengo nada…, si estoy triste será porque así nací…; unos ven en claro, otros  en negro.» Consultaron al médico, respetable viejecito que sabía mucho más  de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada; déjenle y ya vendrá  a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la  vista del suelo…, casualmente aquí…, aquí donde hay un cielo tan azul. Y,  sobre todo…, ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean…?

 ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos… ¡Vaya, vaya, ojos necesita,  ojos…! ¡No quiere ver con los suyos!»

 No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico,  implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el  aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación.

Era  realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía  de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas,  Juanito, tristezas teóricas…! ¡Ojos…!, ¡ooooojos!, ¡te faltan ojos para mirar  al cielo!» 

Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un  espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que  aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el  mundo, no cabe duda; la encarnación del mundo.

 Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a  releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron, sí, unos librotes en  enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras  igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y  otras cosas de tan pésimo gusto.

 A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos  salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus  tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle  aquéllos, unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. 

 «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.

 Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con un  emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena  servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.

 Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y,  lo que es peor que quedarse viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica,  dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era  menos cuando enfermó su madre, y se encontró en el cielo azul por techo, y  por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus  callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos  atendía a su madre y se atendía.

 ¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo  aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo  verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás  que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue llanto que parecía  risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos  los perfumes suaves.

 Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que  no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella  muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le  ponía cara seria.

 —Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?

 —Trae lo que ayer.

 —Ya van acortando los días y alargando las noches.

 —Es natural.

 —¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!

 —Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no  deja hacer nada.

 —¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!

 —Mejor es el día nublado.

 —A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de  cielo, tan azul…, tan azul…

 —¡Ilusión óptica…!

 —¿Ilusión… qué?

 —No he dicho nada, muchacha.

 —Pero… ¿qué le pasa a usted, don Juan?

 —¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no…,

 el don es feo.

 Y oyó una voz:

 —Vamos, Juanito, vamos… ¡A ver si encuentras los ojos, vamos,

 hombre! Mira qué hermosas están las uvas… ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es  detestable!

 Era el implacable médico, que pasaba.

 —Ese hombre me revienta.

 —¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno… y tan alegre. A mí me gustan  los viejos alegres.

 —¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?

 —A poder ser, sí.

 Y etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose  para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir aunque lo oculta.» Y la  pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste,

 ¿qué tendrá?»

 Juan al siguiente día volvía y tornaba a volver, y se hizo ya asiduo  parroquiano del banco de nogal.

 Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los  bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.

 Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el  olvidado papel. Era mujer y lo leyó:

 «La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza  al devorar. Los placeres se olvidan luego; persisten los dolores, amargando la  vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el  aire, se extinguirá la lámpara, y, perdidos en nuevas combinaciones, rodarán  los elementos de la conciencia. Dices ¡ya viene!, ¡ya viene!; y cuando  extiendes los brazos, vuelves la frente mustia y exclamarás: ¡es tarde, ya  pasó! Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto que partió, siempre en  torno del Sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos  a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios!

 ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz  que se proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para  hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas  mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo,  no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y  ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer,  horrible círculo vicioso. ¡Quién pudiera vegetar! Como un parásito que se  agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi  cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir,  cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que  dichas. 

Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de  nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo  amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi  aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca; dame un sueño sin  despertar…»

 Magdalena no siguió leyendo; inclinó su cabeza hermosa y secó en vano  con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces  a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió  también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior  chocara contra el pecho y se hiciera polvo, derramándose en escalofríos por  el cuerpo. No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.

 Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el  banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.

 —¡Magdalena!

 —¡Señorito…!

 La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto  pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.

 —¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.

 —Tome, señor.

 Y alargó a Juan el pícaro papel origen de la pena.

 Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte que el sombrío espíritu del  parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza  y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.

 Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y  avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas  manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel  espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a  tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en  su casa y los murciélagos de la callejuela, el sol de mediodía y la oscuridad  de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor  que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.

 A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil  viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para  ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo:

 «¡Hasta mañana!»

 Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos y, como tenía  ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las  primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría;

 esperó y se serenó.

 A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.

 —¡Olé, Juanito, olé! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan  encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado…! Mira, mira el cielo; mañana  estará muy claro… Mañana es domingo…, irás a misa… y luego al banco de  nogal…

 Y, acercándose al oído, añadió:

 —¡Tienes que secarte las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro!

 ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Conque es malo el mundo, y  tú quieres hacerlo peor…! Ya estás salvo…, esto se cura llorando… Mañana  mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas  imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda tontuelo, dame la mano… y a  dormir!

 La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del  anciano.

 —¡A dormir se ha dicho!

 —Para despertar mañana.

 Al día siguiente, Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más  tarde; al mes, sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista  era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban  con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer  que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena  habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo  de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé; era el alma de la  muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y  los perfumes más suaves.

 Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.    Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la  dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el  dejarse querer.

 Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el  placer de que le consolaran recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.

Autor: Miguel de Unamuno

Conclusión

Un final que alivia e ilumina el corazón, profundamente optimista, en marcado contraste con la visión pesimista que domina toda la trama. El desahogo a través del llanto se presenta como un acto liberador: llorar es, en este contexto, abrir la puerta para que la oscuridad abandone el alma y entre la luz de Dios, trayendo consigo alegría y paz interior.

Venus Maritza Hernández


jueves, 10 de septiembre de 2020

La leyenda del mochuelo

     
El canto del mochuelo en el bosque

               














En el delicado equilibrio entre la ciencia y la tradición, surge esta historia que atraviesa el tiempo y la memoria. El canto del mochuelo nos invita a explorar la lucha silenciosa entre la esperanza médica y las leyendas ancestrales que nos hablan de vida, muerte y misterio. Una joven enfrentando la oscuridad de su enfermedad, y un amor desesperado que desafía las sombras del miedo.

Descubre cómo la realidad y la superstición se entrelazan en este relato profundo y conmovedor, donde el destino se escucha en un canto lejano, monótono y fatídico. 

Venus Maritza Hernández

 El canto del mochuelo

Por: Sergio González Ruiz

Está grave la señorita Elisa. Hace ya tres días que pasa en una gran agonía. La fiebre no cede. El médico ha dicho que es pulmonía lo que tiene y ya se le han puesto millones de unidades de penicidía. Temprano se hizo el diagnóstico y se comenzó el tratamiento.

Elisa es joven y fuerte. Hasta hace pocos días rebosaba salud y alegría. Sólo después del baile del 28 de Noviembre se había “rociado” al salir del salón, camino de su casa. Uno de esos chaparrones imprevistos, fugaces, llamados “barre-jobos”, tan característicos del fin del invierno, la había sorprendido en la calle. Se había mojado un poco y se había resfriado. Después el doctor había dicho que tenía neumonía doble.

Antonio estaba desesperado, triste, abatido. Amaba a Elisa entrañablemente. Eran vecinos y la había visto crecer desde niña hasta verla convertida en la hermosa mujer que era ahora. “Ella era tan dulce, tan buena...” Acababa de verla en un momento que fue permitido hacerlo. “¡Estaba tan descompuesta, tan pálida, tan lánguida! ¡Y esa mirada suya, de ansiedad! ¡Y esa respiración tan fuerte y tan rápida! A pesar del oxígeno que le administraban cada hora, a veces se ponía cianótica y siempre estaba agitada como si le faltara aire.

“Era verdad que la pulmonía era una enfermedad muy grave. Por algo la llamaban los médicos ingleses y norteamericanos ‘el Capitán de la muerte’; pero ahora con los antibióticos todo había cambiado.

“¡Qué enorme diferencia entre las condiciones actuales y las que él había conocido allí mismo en su pueblo, allí mismo en su barrio! Aquellas calles lóbregas, aquellas calles fangosas, de invierno y llenas de polvo en verano. Ni un coche, ni un bombillo eléctrico, ni acueducto, ni servicios higiénicos, ni hospital, ni nada. Entonces la gente se moría sin el auxilio de la ciencia”. 

Repasó con la mente tantos cuadros tristes que había contemplado en su niñez: “Toribio, muerto de tétano, sin una sola inyección de antitoxina, en medio de dolores tremendos; y Pedro; y Margarita; y el peor y más triste de todos los casos, su hermanito Manuel... Apenas si se daba él cuenta de las cosas entonces, pero había algo que se le había grabado en la mente para toda la vida. 

“Era de noche. Estaban velando. Repartían café y galletas de soda. Estaban sentados en el “portalete” de la cocina, ahí precisamente donde él estaba ahora, cuando empezó a cantar un pájaro en el palo de mango del patio que estaba ahí todavía como testigo mudo. 

Uno de los presentes (no podía recordar quién) había dicho: “malo, está cantando el mochuelo”; y otro había comentado en voz baja, como para no ser oído por los familiares, pero sin cuidarse de él, tal vez por lo pequeño que era entonces: “lo que es a este niño no lo salva nadie porque cuando hay un enfermo grave y canta el mochuelo, la muerte es segura”. 

Antonio recordaba claramente cómo había sentido una ola fría de terror y había escuchado el fatídico canto: Pim, pim, pim, pim… Después, recuerda que entró a ver a su hermanito y que éste lo miró con una mirada de ansiedad y de angustia que le había llegado al alma y que luego había vuelto los ojos hacia otra parte, exactamente como lo había mirado Elisa hacia un rato. 

Al fin el sueño lo había vencido y a la mañana siguiente, lo recordaba como si  fuera ahora, con ojos estupefactos, había visto, en una mesa adornada de flores, con una mortaja muy blanca y entre cuatro velas grandes de cera, a su hermanito tendido, quieto, inmóvil; y, delante del niño muerto, a su madre desgarrada por el dolor, llorando amargamente”.

Pasó un largo rato. Antonio, en las sombras, lloraba en silencio. Su amada sufría y estaba grave de muerte. Él lo presentía por más que el médico se sintiera confiado: “Su Elisa moriría”.

Era ya de madrugada. En el patio 1as frondas comenzaban a iluminarse con la luz de una luna tardía. Empezaba a hacer frío. Este año soplaba la brisa del Norte temprano. De repente empezó a cantar el mochuelo otra vez, desde lo alto de algún árbol cercano: el mango o el níspero, quién sabe si el guanábano.

Antonio sintió, a pesar suyo, un estremecimiento de terror. “Se espantaron” las gallinas, (“como entonces” pensó Antonio). “Era ya seguro. Su Elisa iba a morir”.
“Más ¿por qué? ¿ Qué demonios tenía que ver el canto de un pajarraco con la vida o con la muerte? Esas supersticiones lo asustaban a él cuando era niño. Ahora era diferente. La gente de los campos es muy “imaginativa”, se decía. 

“Al oír ese canto monótono, pim, pim, pim, pim, por horas y horas, siempre igual, siempre el mismo, llegaron a encontrarle algún parecido, alguna analogía, con los golpes del martillo en los clavos cuando el carpintero del lugar tenía, a media noche, que hacer algún cajón de muerto, de urgencia”.

Pim, pim, pim, pim, seguía imperturbable el mochuelo su canto fatídico. Antonio, muy a su pesar, lo escuchaba y, gradualmente, a medida que se prolongaba el canto, le iba encontrando un lejano parecido, después un parecido indudable, con el martilleo del carpintero “haciendo cajones de muerto”.

“¿Y si fuese verdad la leyenda?” pensó con redoblado temor. “¿Qué sabemos nosotros de los misterios de la vida y de la muerte? ¡Pero es absurdo! ¿Qué lógica hay en esa tonta leyenda? Y sin embargo, después de todo ¿qué sabemos nosotros si lo lógico o lo que nos lo parece es real y verdadero? ¿Y si resultase que todo lo que creemos y todo lo que juzgamos cierto, 1ógico y científico no es realmente así sino de otro modo?”

Antonio sentía que sus convicciones se debilitaban. Tenía miedo. Su novia adorada estaba en peligro de muerte. “Allí estaba tendida, presa de una enfermedad terrible. ¡No, su novia tenía que vivir! El médico le estaba aplicando los tratamientos más modernos, pero era preciso hacer lo que fuera para salvarle la vida: lo lógico y lo ilógico, lo científico y lo anticientífico”.

Como un autómata se levantó Antonio y se fue a la trastienda, cogió un riflecito de salón que allí había y se fue, patio abajo, caminando, primero muy rápido, despacio después, más y más despacio, sigilosamente, con mucho cuidado… Arriba del guanábano estaba el mochuelo, desprevenido, cantando su monorrimo interminable: pim, pim, pim, pim…

A la luz de la luna veíase la sombra del cuerpecito indefenso (una lechuza pequeña parece el mochuelo). Antonio lo vio bien, alzó el rifle, apuntó: ¡fuego! y rodó por el suelo, sin vida, el infeliz monchuelo.

Elisa amaneció sin fiebre y, como suele suceder en las pulmonías, después de la dramática lucha con la muerte que la hizo pasar asfixiándose horas y días, en medio de la más horrorosa desesperación, ahora dormía como un ángel, como si  no hubiese pasado nada, tranquila y feliz.

Autor: Sergio González Ruiz

Y así, en la quietud de la madrugada, cuando la fiebre se disuelve como sombra y el alma respira, comprendemos que el protagonista tuvo que tomar una decisión que emergió de su alma para salvar a su amada.

El canto del mochuelo no era solo un sonido perdido en la noche, era el eco antiguo de un temor sembrado en la infancia, el presagio silvestre que retumba más fuerte que cualquier diagnóstico. Antonio, desgarrado entre la lógica y la leyenda, derribó con su pulso tembloroso aquel misterio alado… y con él, la muerte que rondaba.

Elisa vivió.
Y aunque nadie pueda probar que fue por la acción de Antonio, o por la penicilina, hay silencios que sanan y cantos que matan, como fue el caso de esta ave de mal agüero. 

Venus Maritza Hernández