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jueves, 10 de septiembre de 2020

La leyenda del mochuelo

     
El canto del mochuelo en el bosque

               














En el delicado equilibrio entre la ciencia y la tradición, surge esta historia que atraviesa el tiempo y la memoria. El canto del mochuelo nos invita a explorar la lucha silenciosa entre la esperanza médica y las leyendas ancestrales que nos hablan de vida, muerte y misterio. Una joven enfrentando la oscuridad de su enfermedad, y un amor desesperado que desafía las sombras del miedo.

Descubre cómo la realidad y la superstición se entrelazan en este relato profundo y conmovedor, donde el destino se escucha en un canto lejano, monótono y fatídico. 

Venus Maritza Hernández

 El canto del mochuelo

Por: Sergio González Ruiz

Está grave la señorita Elisa. Hace ya tres días que pasa en una gran agonía. La fiebre no cede. El médico ha dicho que es pulmonía lo que tiene y ya se le han puesto millones de unidades de penicidía. Temprano se hizo el diagnóstico y se comenzó el tratamiento.

Elisa es joven y fuerte. Hasta hace pocos días rebosaba salud y alegría. Sólo después del baile del 28 de Noviembre se había “rociado” al salir del salón, camino de su casa. Uno de esos chaparrones imprevistos, fugaces, llamados “barre-jobos”, tan característicos del fin del invierno, la había sorprendido en la calle. Se había mojado un poco y se había resfriado. Después el doctor había dicho que tenía neumonía doble.

Antonio estaba desesperado, triste, abatido. Amaba a Elisa entrañablemente. Eran vecinos y la había visto crecer desde niña hasta verla convertida en la hermosa mujer que era ahora. “Ella era tan dulce, tan buena...” Acababa de verla en un momento que fue permitido hacerlo. “¡Estaba tan descompuesta, tan pálida, tan lánguida! ¡Y esa mirada suya, de ansiedad! ¡Y esa respiración tan fuerte y tan rápida! A pesar del oxígeno que le administraban cada hora, a veces se ponía cianótica y siempre estaba agitada como si le faltara aire.

“Era verdad que la pulmonía era una enfermedad muy grave. Por algo la llamaban los médicos ingleses y norteamericanos ‘el Capitán de la muerte’; pero ahora con los antibióticos todo había cambiado.

“¡Qué enorme diferencia entre las condiciones actuales y las que él había conocido allí mismo en su pueblo, allí mismo en su barrio! Aquellas calles lóbregas, aquellas calles fangosas, de invierno y llenas de polvo en verano. Ni un coche, ni un bombillo eléctrico, ni acueducto, ni servicios higiénicos, ni hospital, ni nada. Entonces la gente se moría sin el auxilio de la ciencia”. 

Repasó con la mente tantos cuadros tristes que había contemplado en su niñez: “Toribio, muerto de tétano, sin una sola inyección de antitoxina, en medio de dolores tremendos; y Pedro; y Margarita; y el peor y más triste de todos los casos, su hermanito Manuel... Apenas si se daba él cuenta de las cosas entonces, pero había algo que se le había grabado en la mente para toda la vida. 

“Era de noche. Estaban velando. Repartían café y galletas de soda. Estaban sentados en el “portalete” de la cocina, ahí precisamente donde él estaba ahora, cuando empezó a cantar un pájaro en el palo de mango del patio que estaba ahí todavía como testigo mudo. 

Uno de los presentes (no podía recordar quién) había dicho: “malo, está cantando el mochuelo”; y otro había comentado en voz baja, como para no ser oído por los familiares, pero sin cuidarse de él, tal vez por lo pequeño que era entonces: “lo que es a este niño no lo salva nadie porque cuando hay un enfermo grave y canta el mochuelo, la muerte es segura”. 

Antonio recordaba claramente cómo había sentido una ola fría de terror y había escuchado el fatídico canto: Pim, pim, pim, pim… Después, recuerda que entró a ver a su hermanito y que éste lo miró con una mirada de ansiedad y de angustia que le había llegado al alma y que luego había vuelto los ojos hacia otra parte, exactamente como lo había mirado Elisa hacia un rato. 

Al fin el sueño lo había vencido y a la mañana siguiente, lo recordaba como si  fuera ahora, con ojos estupefactos, había visto, en una mesa adornada de flores, con una mortaja muy blanca y entre cuatro velas grandes de cera, a su hermanito tendido, quieto, inmóvil; y, delante del niño muerto, a su madre desgarrada por el dolor, llorando amargamente”.

Pasó un largo rato. Antonio, en las sombras, lloraba en silencio. Su amada sufría y estaba grave de muerte. Él lo presentía por más que el médico se sintiera confiado: “Su Elisa moriría”.

Era ya de madrugada. En el patio 1as frondas comenzaban a iluminarse con la luz de una luna tardía. Empezaba a hacer frío. Este año soplaba la brisa del Norte temprano. De repente empezó a cantar el mochuelo otra vez, desde lo alto de algún árbol cercano: el mango o el níspero, quién sabe si el guanábano.

Antonio sintió, a pesar suyo, un estremecimiento de terror. “Se espantaron” las gallinas, (“como entonces” pensó Antonio). “Era ya seguro. Su Elisa iba a morir”.
“Más ¿por qué? ¿ Qué demonios tenía que ver el canto de un pajarraco con la vida o con la muerte? Esas supersticiones lo asustaban a él cuando era niño. Ahora era diferente. La gente de los campos es muy “imaginativa”, se decía. 

“Al oír ese canto monótono, pim, pim, pim, pim, por horas y horas, siempre igual, siempre el mismo, llegaron a encontrarle algún parecido, alguna analogía, con los golpes del martillo en los clavos cuando el carpintero del lugar tenía, a media noche, que hacer algún cajón de muerto, de urgencia”.

Pim, pim, pim, pim, seguía imperturbable el mochuelo su canto fatídico. Antonio, muy a su pesar, lo escuchaba y, gradualmente, a medida que se prolongaba el canto, le iba encontrando un lejano parecido, después un parecido indudable, con el martilleo del carpintero “haciendo cajones de muerto”.

“¿Y si fuese verdad la leyenda?” pensó con redoblado temor. “¿Qué sabemos nosotros de los misterios de la vida y de la muerte? ¡Pero es absurdo! ¿Qué lógica hay en esa tonta leyenda? Y sin embargo, después de todo ¿qué sabemos nosotros si lo lógico o lo que nos lo parece es real y verdadero? ¿Y si resultase que todo lo que creemos y todo lo que juzgamos cierto, 1ógico y científico no es realmente así sino de otro modo?”

Antonio sentía que sus convicciones se debilitaban. Tenía miedo. Su novia adorada estaba en peligro de muerte. “Allí estaba tendida, presa de una enfermedad terrible. ¡No, su novia tenía que vivir! El médico le estaba aplicando los tratamientos más modernos, pero era preciso hacer lo que fuera para salvarle la vida: lo lógico y lo ilógico, lo científico y lo anticientífico”.

Como un autómata se levantó Antonio y se fue a la trastienda, cogió un riflecito de salón que allí había y se fue, patio abajo, caminando, primero muy rápido, despacio después, más y más despacio, sigilosamente, con mucho cuidado… Arriba del guanábano estaba el mochuelo, desprevenido, cantando su monorrimo interminable: pim, pim, pim, pim…

A la luz de la luna veíase la sombra del cuerpecito indefenso (una lechuza pequeña parece el mochuelo). Antonio lo vio bien, alzó el rifle, apuntó: ¡fuego! y rodó por el suelo, sin vida, el infeliz monchuelo.

Elisa amaneció sin fiebre y, como suele suceder en las pulmonías, después de la dramática lucha con la muerte que la hizo pasar asfixiándose horas y días, en medio de la más horrorosa desesperación, ahora dormía como un ángel, como si  no hubiese pasado nada, tranquila y feliz.

Autor: Sergio González Ruiz

Y así, en la quietud de la madrugada, cuando la fiebre se disuelve como sombra y el alma respira, comprendemos que el protagonista tuvo que tomar una decisión que emergió de su alma para salvar a su amada.

El canto del mochuelo no era solo un sonido perdido en la noche, era el eco antiguo de un temor sembrado en la infancia, el presagio silvestre que retumba más fuerte que cualquier diagnóstico. Antonio, desgarrado entre la lógica y la leyenda, derribó con su pulso tembloroso aquel misterio alado… y con él, la muerte que rondaba.

Elisa vivió.
Y aunque nadie pueda probar que fue por la acción de Antonio, o por la penicilina, hay silencios que sanan y cantos que matan, como fue el caso de esta ave de mal agüero. 

Venus Maritza Hernández