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jueves, 10 de septiembre de 2020

Misa de espíritus

Misa de espíritus en un pueblo de Panamá




El personaje principal es una mujer sencilla del pueblo, quien vive una intensa experiencia paranormal tras haberse levantado más temprano de lo habitual, un domingo de misa. Pensando que ya era la hora, se dirige a la iglesia… pero en realidad son las doce de la medianoche. Allí presenciará algo que la dejará profundamente asustada.

Venus Maritza Hernández


La misa de las ánimas

Autor: Sergio González Ruiz

En la Villa de Los Santos ha habido todo el tiempo gente madrugadora, sobre todo mujeres; unas, las religiosas, que para oír la misa primera, se levantan muy temprano y otras, las trabajadoras, que madrugan para comenzar, “con la fresca”, a hacer pan o “carimañolas” o, en otros tiempos, a moler maíz para tortillas. Muchas de estas mujeres, en tiempos pasados, tenían la costumbre de ir a bañarse en el río, (tan bello y de agua tan tibia y agradable en el verano, que de veras “convida” a hundirse en sus ondas) antes de que llegara la luz del alba y con ella las miradas indiscretas de los hombres.

Juana Franco era una de esas mujeres del pueblo, pobre y trabajadora, que se ganaba la vida haciendo tortillas. Vivía en el llano del Panteón que hoy se llama barrio de San Mateo. Acostumbraba ella madrugar mucho, ir a bañarse al río y traer, de regreso, un cántaro de agua en la cabeza (sobre un “rodillo” de trapo como aún lo hacen algunas campesinas santeñas) para mojar el maíz a medida que lo molía en la piedra y para otros menesteres caseros. 

Ella siempre trataba de acabar temprano pero siempre “la cogía” la mañana, afanada en sus quehaceres y casi nunca iba a misa por falta de tiempo. Alma sencilla, no dejaba nunca de reprocharse su falta de cumplimiento con la iglesia y todos los días se repetía lo mismo: “un día de estos voy a levantarme más temprano para terminar pronto y alcanzar aunque sea la última misa”. Pero pasaba el tiempo y nunca podía cumplir su propósito.

Una noche de enero, blanca de luna, “clara como el día”, se levantó Juana Franco creyendo que era de madrugada y salió de su casa como de costumbre, en dirección del río. En su camino tenía que pasar al lado de la iglesia y al enfrentar al costado de ésta oyó arriba, en lo alto de la torre, sonar las campanas, como “tocando a misa” y le llamó la atención una gran iluminación que de pronto apareció en la Iglesia. “¿Qué pasará, pensó Juana Franco?”;  “¿Será ya tan tarde que va a empezar la misa?” 

Miró por la puerta lateral de la iglesia que estaba de par en par abierta y vió que había mucha gente adentro. Puso su cántaro en el suelo, recostado a una palma real de las que allí hay, mientras pensaba: “efectivamente están en misa. Voy a aprovechar esta ocasión para ir a misa, que hace tiempo no lo hago”. 

Caminó por el atrio hacia la torre, dobló la esquina del atrio y entró por la puerta del perdón. Después de santiguarse y de arrodillarse un momento, clavando en tierra una rodilla; se dirigió a una pila de agua bendita, “tomó” el agua con la punta de los dedos, se hizo las cruces rituales en la frente, en el pecho y en los labios y siguió adelante, desviándose por una nave lateral para ir a hincarse en un viejo reclinatorio que tenía allí su familia desde tiempo inmemorial. Arrodillada ya y mirando hacia el altar, notó que el padre que oficiaba era nuevo y lo mismo el “monacillo”. 

Luego se fijó en la enorme profusión de luces procedente de velas de cera, blancas como perlas, y adornadas de cintas muy blancas, que había ante el altar y la gran cantidad de muchachas vestidas de blanco impecable que se arrodillaban allá, cerca de la Sacristía “Habrá algún matrimonio”, pensó Juana Franco. “Pero no se ven los novios”. 

Miró con más cuidado en todas direcciones. La iglesia estaba completamente llena de gente, todos vestidos de blanco, algunos con túnicas del mismo color y portando todos en la mano izquierda un cirio prendido. Se oían los rezos como un murmullo y se sentía una mezcla de olores de barniz, de heliotropos y de jazmines. 

De pronto rompieron a cantar en el coro unas veinte o más jóvenes de semblante angelical y de vestiduras vaporosas y níveas, acompañadas por las notas quejumbrosas y solemnes del órgano. Sus voces melodiosas parecían lejanas, como un sueño,  la música, dulce y sublime, era una rara música nunca antes oída por ella. Juana Franco se estremeció de emoción y de espanto a un tiempo mismo. 

Miró luego con mirada curiosa, examinadora, casi ansiosa, a las personas mas cercanas. Vio rostros desconocidos pero también empezó a identificar a algunas personas: ahí estaba Juanita Castillo, más allá Juan Facundo Espino y Miguel Saucedo y Dominga Correa, todos difuntos. Juana Franco temblaba como el azogue; estaba azorada, muerta de frío y de miedo; quiso gritar y no pudo; pero en ese instante una señora se le acercó sonriendo, la tomó del brazo y amablemente le dijo: “Venga, comadre, salga de aquí, que esta misa no es para los de la tierra”. 

La miró bien, Juana Franco, y vió que era su comadre Micaela Moreno, amiga de infancia, muerta hacía muchos años, cuando las dos eran todavía mozas. Juana se dejó guiar dócilmente y en un momento estuvo fuera de la iglesia y sólo vio ahora sombras; las puertas cerradas, ni una luz, ni una voz, completo silencio. 

Llena de un miedo espantoso Juana Franco “salió en una sola carrera” hasta llegar a su casa. Se sentía con fiebre. Se fue derecho a la cama, pero antes prendió luz y miró el reloj: eran las 12 de la noche. Había estado en la misa de las ánimas.

Autor: Sergio González Ruiz

Conclusión

La protagonista, quien solía posponer su asistencia a misa, finalmente toma la decisión de ir. Pero su descuido espiritual parece tener consecuencias, y lo que vivirá esa noche será una advertencia inesperada. Tal vez su experiencia nos recuerda que las promesas hechas con el alma no deben tomarse a la ligera.

Venus Maritza Hernández