La crudeza de la vida, marcada por los efectos devastadores de la miseria y la pobreza económica, atraviesa la existencia del personaje principal y su familia. Las carencias materiales no solo afectan su entorno, sino también su espíritu.
El protagonista, un padre de familia profundamente entregado a sus hijos y a su esposa, se aferra con fe a la figura de un santo en busca de consuelo y esperanza. Aunque en su camino tropezará con el dolor y el desencanto, finalmente verá una luz que lo guiará hacia un renacer espiritual, junto a los suyos.
Venus Maritza Hernández
La urna de oro
Autora: Ángela Grassi
Fue en la gran ciudad de Lieja, centro de la activa industria
flamenca, en donde sucedió lo que voy á referiros; en Lieja, la
ciudad majestuosa y sombría al mismo tiempo, de calles angostas,
donde no penetra el sol, de casas altísimas y negruzcas, pero de anchas
plazas, de soberbios monumentos, de gigantescas torres; que se
agrupa parte en el fértil llano, parte en anfiteatros sobre las primeras
colinas del monte de San Walburg, y que se espeja á la vez en dos
caudalosos ríos, el Mosa y el Vurthe, que multiplican cien y cien
veces sus cúpulas en sus ondas temblorosas.
Ahora bien; en Lieja existe una grande y suntuosa iglesia, llamada
de San Pablo, y en esta iglesia, aun hoy se admira una bellísima
urna de oro, en donde están encerrados los despojos mortales de
San Lamberlo, protector de la ciudad.
Y hé aquí la sencilla historia de esta urna maravillosa, tal cual la
refieren los ancianos obreros, cuando por las noches se entregan al
descanso, sentándose en torno de una enorme jarra de cerveza, que
es su bebida favorita.
Era en 1049: agotábanse los postreros frutos del Otoño y la brisa
se iba convirtiendo en cierzo, y tras el cierzo asomaban los rudos
aquilones que quitan á los árboles sus postreras hojas; que
arrebatan á la tierra sus postreras flores, que todo lo tronchan y
aniquilan, preparando la entrada triunfal del caduco invierno, que
viene envuelto en un manto de nieve; que trae adornada la frente
con una diadema de hielos!
Era el primero de Noviembre, día de la fiesta de Todos los Santos;
rayaba el alba, y las campanas de la ciudad tocaban
melancólicamente el Angelus.
Ninguna luz brillaba en los cielos, ninguna luz brillaba en la tierra;
los habitantes de Lieja dormían y no lo oyeron. Uno sólo lo oyó, y es
que su lecho era de espinos, porque lo habían mullido los cuidados;
es que la miseria, con su voz lúgubre, mecía su inquieto sueño.
Despertó al oír el toque matutino, y al despertar lanzó un ¡ay! un
suspiro doloroso.
Hoy es el día de todos los Santos, pensó; día de fiesta y de
algazara, y no tengo pan para mis hijos, como ayer no tuve carbón
para mi fragua! ¡Mi fragua está muda, el fuego no chisporrotea en
ella, no se oye el ruido del yunque y del martillo, no se oyen los
cantos de los obreros, no se ve el resplandor de la llama rojiza ó
azulada, que todo lo alegra, que todo lo ilumina!
¡Ayer no se encendió! ¡Hace tres meses que no se enciende! ¡Ay
de mi pobre fragua! ay de mis pobres hijos!
Hullos, que así se llamaba el infeliz herrero, se entregó durante
algunos momentos á un vértigo doloroso, pero las campanas con su
tam, tam, solemne, le recordaron el cielo.
Las campanas tocaban á misa: ¡convocaban á los mártires de la
tierra para que asistiesen al sacrificio sublime del Mártir de las
alturas infinitas!
Hullos se levantó, se puso su chaquetón de paño burdo, su gorro
de lana, calado hasta las orejas, atravesó de puntillas el cuarto
desmantelado en donde dormían su mujer y sus hijos, pasó por la
desierta fragua y salió á la calle.
La calle estaba llena todavía de
sombras, y por entre las sombras llegó á la iglesia de San Pablo.
El sacerdote que celebraba la misa estaba solo en el altar con los
monaguillos, y los pasos de Hullos por el pavimento levantaron un
eco prolongado.
Hullos oyó la misa con fervor, oró delante de la urna que
encerraba los restos de San Lamberto, y al concluir su plegaria, pidió
al Santo, con lágrimas del corazón, que hiciese un milagro en favor
de su fragua y de sus hijos!
La fe puede mover los montes de un lado á otro; la fe era tan
grande en Hullos, que salió de la iglesia consolado.
Entonces el sol empezaba á dorar los altos campanarios, y
cruzaban algunos transeúntes por las calles.
De pronto sintió que le tocaban en el hombro.
Era un antiguo compañero suyo, franco y sencillo como él, que
estaba de pie en el umbral de una cervecería y le convidaba con un
vaso de líquido espumoso.
Hullos, que con su ferviente rezo creía haber salvado á su familia,
entró... bebió...
Tal vez bebió más de lo prudente; tal vez en su estado de
debilidad le produjo mayor efecto.
Salió de la cervecería con sus amigos, se sentó debajo de un
árbol, en el delicioso paseo de la Cornemuse, y se quedó dormido...
¡Cuando despertó, las calles estaban otra vez llenas de sombras!
Su primer grito fue como el de la mañana.
—¡Ay de mi pobre mujer, sin pan! Ay de mis pobres hijos!
Fijó sus ojos en las estrellas del cielo, en las luces errantes que
cruzaban por las ventanas de algunas casas, y tuvo horror y
vergüenza de sí mismo.
—¡Padre sin corazón!—exclamó golpeándose el pecho.
—¡Tú
embriagándote de cerveza y tus pobres hijos con hambre!
La desesperación y los remordimientos se apoderaron de su
espíritu turbado. Su exaltada fantasía ennegreció tanto su falta, que
le parecía imposible que la tierra pudiese sustentar á un monstruo
semejante.
El Mosa estaba á dos pasos de allí, y sus aguas se deslizaban
blandamente sobre el florido cauce...
¡Hullos fijó sus extraviados ojos en el río, que parecía brindarle
con el reposo eterno!...
Paso á paso, reteniendo hasta el aliento, y como atraído por una
fuerza misteriosa, se fué acercando á la pérfida corriente, que huía
fugitiva invitándole á seguirla...
Pero en aquel momento resonó una campana, y luego otra, y
luego todas las de la ciudad movieron de concierto sus lenguas
argentinas, que parecían decir: ¡Paz en la tierra; paz, paz en la tierra
y en los cielos!
Tocaban al Ave María.
Hullos se descubrió y rezó...
Entonces no supo si de las turbias aguas, o de la verdosa
arboleda, surgió una extraña figura, un viejo, un ermitaño, ó un
obispo, de blanca barba y aspecto majestuoso...
Y entonces resonó una voz... ¿Era de arriba? ¿Era de abajo? no lo
supo tampoco...
Pero la voz decía:
—Hullos, Hullos, ¿en dónde está tu fe? ¿en dónde está tu
esperanza?...
¡Sin embargo, has creído y has rezado!... ¡Hullos,
Hullos, ve a tu casa!... ¡Tu mujer y tus hijos también están
rezando!... Pero no distraigas á tu mujer ni á tus hijos; coge un
azadón y sube al monte de San Walburg...
¡Sube, sube hasta donde está el convento de los monjes!... ¡Allí
hallarás un gran montón de nieve, y debajo de la nieve unas piedras
negras y relucientes!...
¡Y volverá á chisporrotear el fuego, volverá á
brillar la llama, la fragua no estará muda, y tus hijos tendrán pan!
Hullos, al escuchar la voz, había caído de rodillas, había cerrado
los ojos... Cuando los abrió de nuevo, sólo vió á las estrellas que
rodaban por los cielos, sólo vió á las ondas que se deslizaban
silenciosamente sobre el florido cauce, y la espesura muda é inmóvil
como antes...
¿Era, en efecto, san Lamberto quien se le había aparecido?
Hullos, lleno de fe, atravesó la ciudad, entró en su casa, en donde
resonaban las preces que su mujer y sus hijos elevaban al bendito
Santo; cogió el azadón con sigilo, y se dirigió á la montaña.
La noche era oscura: el frío, intenso; las estrellas se habían
ocultado debajo de las nubes, que dejaban caer grandes copos de
nieve, y en las selvas cercanas se oían los rugidos de las fieras.
Hullos no sintió ni frío ni miedo: la fe le daba impulso; ¡la fe
iluminaba su escabrosa senda!
Cayendo y levantando, con los pies chorreando sangre, con el
traje hecho girones, llegó al pie de los muros del convento.
Allí había un montón de nieve, y se puso á cavar, diciendo:
—¡Milagroso san Lamberto, ven á mi socorro!
Y cavó, y al cabo de algún tiempo, halló muchas piedras negras y
relucientes.
¡Pim, pam, pim, pam, pam, pim, pim, pam!
—¿Qué es esto? Suena la fragua de Hullos.
En la fragua de Hullos
brilla una gran llama.
Esto decían los vecinos que salían al toque del Angelus del día
siguiente para oir la primera misa.
Y todos se agruparon en la puerta de Hullos, el pobre herrero, y
¡oh extraña maravilla!
¡Eran piedras negras y relucientes las que llenaban la fragua, y se
iban convirtiendo en brasas; eran las piedras negras y relucientes las
que despedían aquella llama vivísima que iluminaba la calle!
¡Y Hullos trabajaba con ardor, manejando alternativamente el
yunque, el fuelle y el martillo, y su mujer y sus hijos estaban
arrodillados en torno de él, diciendo:
—¡Gloria, gloria al bendito san Lamberto!
¡Aquellas piedras negras y relucientes eran el carbón de piedra, ni
que se dió el nombre de Hulla, en memoria de su descubridor, el
pobre herrero!
¡El carbón de piedra que debía ser de tanta utilidad á la moderna
industria, dando impulso á sus máquinas gigantescas; prestando
alas á los barcos de vapor para desafiarlas tempestuosas ondas de
los mares; dando impulso á la soberbia locomotora, que cruza
silbando por montes y por valles, triunfando del tiempo y las
distancias!
Hullos se hizo rico; su pobre fragua se trocó en un vastísimo
establecimiento, en donde millares de felices obreros cantaban al
compás de sus martillos; pero con los primeros beneficios que
reportó de la nueva industria, hizo construir para el Santo bendito
aquella preciosa urna de oro que asombra á cuantos visitan la iglesia
de San Pablo.
Tal es la sencilla tradición que cuentan en Lieja los obreros,
cuando por las noches se entregan al descanso, y añaden á modo de
corolario:
—Fe y trabajo, hermanos, que con la fe y el trabajo el hombre
todo lo alcanza.
Autora: Ángela Grassi
Conclusión
La fe fue el motor que impulsó al protagonista a esforzarse, a luchar con determinación por un objetivo noble: el bienestar y la felicidad de su familia. Su convicción, sostenida en la esperanza y en el amor por los suyos, lo llevó a superar la adversidad. Finalmente, la prosperidad llegó como fruto de su trabajo constante y su fe inquebrantable.
Venus Maritza Hernández