viernes, 13 de junio de 2025

Ver con los ojos a la realidad


Ver con los ojos  de Dios










Título adaptado para este blog: Ver con los ojos a la realidad

“Ver con los ojos” es un cuento que despierta nuestra curiosidad desde las primeras líneas y nos impulsa a leer hasta el final. El protagonista atraviesa casi toda la trama sumido en la depresión y la incomprensión, quizás como resultado de experiencias vividas fuera de su pueblo, que al regresar afloran con fuerza. Su visión oscura del mundo le impide reconocer las cualidades positivas de quienes lo rodean. Sin embargo, al final, logra resolver su conflicto interior mediante un gesto simple, profundamente humano.

Venus Maritza Hernández


VER CON LOS OJOS

Autor: Miguel de Unamuno

 Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa; verano  como corona de un invierno duro.

 El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecillas rojas, y el día  convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y  besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los  árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba  a misa mayor, y al encontrarse saludaban los unos a los otros como se  saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la  pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la  venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen  Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus  convecinos: «¡Angelito! Dios se lo ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz, el  pobre…!» ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar  felicidad?

 Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las  muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y  estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué el pobre Juan estaba triste?

 Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a  Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no  tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no  escasa fortuna y deseos cumplidos?

 Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores,  Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los  animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.

 Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor,  dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de  los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital.

 Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La  vida, ¿merece la pena de que se la viva?» Sólo hablaba del dolor y de la pena;

 eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos de cada día, porque era bien extraño un joven que  hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos,  renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga  homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.

 Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor,  y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar.

 Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía!» Si no  tengo nada…, si estoy triste será porque así nací…; unos ven en claro, otros  en negro.» Consultaron al médico, respetable viejecito que sabía mucho más  de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada; déjenle y ya vendrá  a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la  vista del suelo…, casualmente aquí…, aquí donde hay un cielo tan azul. Y,  sobre todo…, ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean…?

 ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos… ¡Vaya, vaya, ojos necesita,  ojos…! ¡No quiere ver con los suyos!»

 No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico,  implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el  aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación.

Era  realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía  de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas,  Juanito, tristezas teóricas…! ¡Ojos…!, ¡ooooojos!, ¡te faltan ojos para mirar  al cielo!» 

Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un  espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que  aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el  mundo, no cabe duda; la encarnación del mundo.

 Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a  releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron, sí, unos librotes en  enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras  igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y  otras cosas de tan pésimo gusto.

 A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos  salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus  tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle  aquéllos, unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. 

 «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.

 Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con un  emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena  servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.

 Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y,  lo que es peor que quedarse viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica,  dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era  menos cuando enfermó su madre, y se encontró en el cielo azul por techo, y  por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus  callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos  atendía a su madre y se atendía.

 ¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo  aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo  verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás  que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue llanto que parecía  risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos  los perfumes suaves.

 Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que  no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella  muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le  ponía cara seria.

 —Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?

 —Trae lo que ayer.

 —Ya van acortando los días y alargando las noches.

 —Es natural.

 —¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!

 —Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no  deja hacer nada.

 —¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!

 —Mejor es el día nublado.

 —A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de  cielo, tan azul…, tan azul…

 —¡Ilusión óptica…!

 —¿Ilusión… qué?

 —No he dicho nada, muchacha.

 —Pero… ¿qué le pasa a usted, don Juan?

 —¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no…,

 el don es feo.

 Y oyó una voz:

 —Vamos, Juanito, vamos… ¡A ver si encuentras los ojos, vamos,

 hombre! Mira qué hermosas están las uvas… ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es  detestable!

 Era el implacable médico, que pasaba.

 —Ese hombre me revienta.

 —¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno… y tan alegre. A mí me gustan  los viejos alegres.

 —¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?

 —A poder ser, sí.

 Y etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose  para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir aunque lo oculta.» Y la  pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste,

 ¿qué tendrá?»

 Juan al siguiente día volvía y tornaba a volver, y se hizo ya asiduo  parroquiano del banco de nogal.

 Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los  bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.

 Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el  olvidado papel. Era mujer y lo leyó:

 «La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza  al devorar. Los placeres se olvidan luego; persisten los dolores, amargando la  vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el  aire, se extinguirá la lámpara, y, perdidos en nuevas combinaciones, rodarán  los elementos de la conciencia. Dices ¡ya viene!, ¡ya viene!; y cuando  extiendes los brazos, vuelves la frente mustia y exclamarás: ¡es tarde, ya  pasó! Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto que partió, siempre en  torno del Sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos  a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios!

 ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz  que se proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para  hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas  mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo,  no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y  ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer,  horrible círculo vicioso. ¡Quién pudiera vegetar! Como un parásito que se  agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi  cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir,  cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que  dichas. 

Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de  nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo  amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi  aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca; dame un sueño sin  despertar…»

 Magdalena no siguió leyendo; inclinó su cabeza hermosa y secó en vano  con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces  a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió  también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior  chocara contra el pecho y se hiciera polvo, derramándose en escalofríos por  el cuerpo. No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.

 Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el  banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.

 —¡Magdalena!

 —¡Señorito…!

 La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto  pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.

 —¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.

 —Tome, señor.

 Y alargó a Juan el pícaro papel origen de la pena.

 Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte que el sombrío espíritu del  parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza  y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.

 Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y  avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas  manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel  espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a  tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en  su casa y los murciélagos de la callejuela, el sol de mediodía y la oscuridad  de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor  que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.

 A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil  viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para  ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo:

 «¡Hasta mañana!»

 Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos y, como tenía  ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las  primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría;

 esperó y se serenó.

 A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.

 —¡Olé, Juanito, olé! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan  encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado…! Mira, mira el cielo; mañana  estará muy claro… Mañana es domingo…, irás a misa… y luego al banco de  nogal…

 Y, acercándose al oído, añadió:

 —¡Tienes que secarte las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro!

 ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Conque es malo el mundo, y  tú quieres hacerlo peor…! Ya estás salvo…, esto se cura llorando… Mañana  mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas  imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda tontuelo, dame la mano… y a  dormir!

 La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del  anciano.

 —¡A dormir se ha dicho!

 —Para despertar mañana.

 Al día siguiente, Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más  tarde; al mes, sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista  era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban  con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer  que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena  habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo  de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé; era el alma de la  muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y  los perfumes más suaves.

 Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.    Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la  dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el  dejarse querer.

 Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el  placer de que le consolaran recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.

Autor: Miguel de Unamuno

Conclusión

Un final que alivia e ilumina el corazón, profundamente optimista, en marcado contraste con la visión pesimista que domina toda la trama. El desahogo a través del llanto se presenta como un acto liberador: llorar es, en este contexto, abrir la puerta para que la oscuridad abandone el alma y entre la luz de Dios, trayendo consigo alegría y paz interior.

Venus Maritza Hernández


martes, 10 de junio de 2025

La gallina degollada

 



A continuación un cuento impresionante de emociones que palpan a la ternura y al dolor, una historia que toca corazones, pero que en determinados momentos podría provocar una sonrisa,  que luego se convertirá en una mueca amarga...

La gallina degollada


Autor:   Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas  del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos  estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra,  cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a  cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.

 Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La  luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se  animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma  hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otras  veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía  eléctrico. 

Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,  mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre  estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban  todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas,  empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años, y el  menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta  de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.    A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de  marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:

 ¿Qué mayor dicha para  dos enamorados  que esa honrada consagración de su cariño,   libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es  peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

 Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses  de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura  creció bella y radiante,  hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes  sacudiéronlo una noche  convulsiones terribles, y a la mañana  siguiente no conocía más a sus padres. 

El médico lo examinó con esa  atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las  enfermedades de los padres. Después de algunos  días los miembros  paralizados recobra-ron el movimiento; pero la inteligencia, el  alma, aun el  instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota,  baboso,  colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

 —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de  su primogénito.   

 El padre, desolado, acompañó al médico  afuera.

 —A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,  educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más  allá.

 —¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame:

 ¿Usted cree que es herencia, que?...

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.

 Respecto a la  madre, hay allí un pulmón que no sopla bien.  No veo nada más, pero hay un soplo un poco  rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento,  Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos  del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,  sostener sin tregua a Berta, herida  en lo más profundo por aquel  fracaso de su  joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su  amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa  reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las  convulsiones del primogénito se repetían,  y al día siguiente amanecía idiota.

 Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su  amor estaban malditos! ¡Su  amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada  ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. 

Ya no pedían más  belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

 Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco  anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.  Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos  mayores.   Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini  y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que  arrancar del limbo  de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el  instinto mismo abolido. 

No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse.

 Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse  cuenta de los obstáculos.    Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse  sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos.

Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí  bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; 

pero no se pudo obtener  nada más. Con los mellizos pareció haber concluido  la aterradora  descendencia.

Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente  anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta  ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en  la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro  bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de  culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

 Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus  hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

 —Me parece —díjole una noche Mazzini, que  acababa de entrar y se lavaba las manos—que  podrías tener más limpios a los muchachos.

 Berta continuó leyendo como si no hubiera  oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te  veo inquietarte por el estado de tus hijos.

 Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

 —De nuestros hijos, ¿me parece?

 —Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —  alzó ella los ojos.

 Esta vez Mazzini se expresó claramente:

 —¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

 —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida—  ¡pero yo tampoco, supongo!... 

¡No faltaba  más!... —murmuró.

 —¿Qué, no faltaba más?

 —¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo,  entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

 Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

 —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las  manos.

 —Como quieras; pero si quieres decir...

 —¡Berta!

 —¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables  reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

 Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,  esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres  pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los  más extremos límites del mimo y la mala crian-za. Si aún en los últimos  tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del  todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la  hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en  menor grado, pasábale lo mismo.

 No por eso la paz había llegado a sus almas.

 La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de  perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado  hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor  contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente  arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a  humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de  éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,  sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a  crear.

 Con estos sentimientos, no hubo ya para los  cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de  comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.

 Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota  caricia. De este  modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a ver-la morir o quedar idiota, tornó a reabrir  la eterna llaga.

 Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los  fuertes pasos de Mazzini.

 —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .

 —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo

 hago a propósito.

 Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo  tanto!

 —Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a tí. . .

 ¡tisiquilla!

 —¡Qué! ¿Qué dijiste?...

 —¡Nada!

 —¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pe-ro te juro que

 prefiero  cualquier cosa a tener un padre como el que has

 tenido tú!

 Mazzini se puso pálido.

 —¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

 —¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre  no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

 Mazzini explotó a su vez.

 —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!

 ¡Pregúntale,  pregúntale al  médico quién tiene la mayor culpa

 de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado,

 víbora!

 Continuaron cada vez con mayor violencia,  hasta que un

 gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una

 de la mañana la ligera indigestión había  desaparecido, y como

 pasa fatalmente con todos los matrimonios  jóvenes que se han amado intensamente una

 vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto

 hirientes fueran  los agravios.

 Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró  desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

 A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,  ordenaron a  la sirvienta que matara una gallina.

 El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que  mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar  frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

 —¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

 Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí.

 ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada,  podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos  eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los  monstruos.

 —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le  digo!

 Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutal-mente empujadas, fueron a dar a  su banco.

 Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar  el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus  vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

 Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol  había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban  mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

 De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada  de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. De-tenida al pie del  cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin  decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a uncajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble,  con lo cual triunfó. 

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la  cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y  buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se  había animado; una mis-ma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No  apartaban los ojos de su hermana, mientras  creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco.

La  pequeña, que  habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del  otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho  ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

 —¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la  pierna. Pero fue

 atraída.

 —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró  imperiosamente.

 Trató aún de sujetarse del  borde, pero sintióse arrancada y

 cayó.

 —Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más.

 Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si

 fueran plumas,  y los otros la arrastraron de una sola pierna

 hasta la cocina, donde esa mañana  se había desangrado a la

gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

 Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

 —Me parece que te llama—le dijo a Berta. 

 Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron

más. Con todo, un momento después se despidieron,  y

mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el

 patio.

 —¡Bertita!

 Nadie respondió.

 —¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

 Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado,

 que la espalda  se le heló de horrible presentimiento.

 —¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado  hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina

 vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada,

 y lanzó un grito de horror.

 Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado  del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitar-se en la cocina,  Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

 —¡No entres! ¡No entres!

 Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él  con un ronco suspiro.

Fin

    Conclusión

Nos queda un toque de realidad y mal sabor al terminar esta historia, pero a la vez, es un cuento que atrapa sobremanera;
el vacío de los hechos suscitados, casi por la inconsciencia de unos seres que no razonan,  solo actúan en la neblina de su mundo, en su visión mental escasa. Pero a la vez nos preguntamos: ¿Porqué tanto descuido, por parte de sus padres ?

Venus Maritza Hernández


La madre, cuento social


La madre del revolucionario Paul Vlassov


Una historia quizás repetida entre los seres humanos, donde el vicio y la ignorancia hacen mella en las vidas, y donde el agudo dolor se centra en la familia, la cual sufre en silencio, y cada uno de sus miembros muere lentamente en su espíritu. La oscuridad los rodea, ante los continuos desvaríos de un padre ahogado en el alcohol. 


AUTOR:  MÁXIMO GORKI

PRIMERA PARTE

Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. Y de las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus  innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. 

Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.  

Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de  humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire  exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: 

su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa.

La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y cada hombre estaba contento.

Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.  

La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.  

Por la tarde, paseaban perezosamente por las calles: los que tenían botas de goma, se las ponían aunque  no lloviera, y los que poseían un paraguas, lo sacaban aunque hiciera sol.

Al encontrarse, se hablaba de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en invectivas contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que a cosas concernientes al trabajo. Apenas si alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les  pegaban, sin ahorrar los golpes. 

Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones  en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades  y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se embriagaban fácilmente: la bebida provocaba una  irritación sin fundamento, mórbida, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, bajo un pretexto  fútil, se lanzaban uno contra otro con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos  salían heridos; algunas veces había muertos...

En sus relaciones, predominaba un sentimiento de animosidad al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.

Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y de polvo, los rostros contusionados; se alababan, con voz maligna, de los golpes propinados a sus camaradas, o bien, venían furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables,  desdichados y repugnantes. 

A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado  borracho, perdido al pie de  una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo  inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy  temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío  torrente, su irritado mugir.

Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas  parecían perfectamente legítimas a los viejos: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres,  antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.

Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad,  cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos  confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así, ¿para qué hablar de ello?

Pero alguna vez ocurría que decían cosas inéditas para el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros; no faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.

Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen verlo traer a su existencia algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por  una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban cualquier cambio como tendiente  tan sólo a hacerles el yugo todavía más pesado.  

Los que hablaban de cosas nuevas, veían a las gentes del barrio huirles en silencio. Entonces desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...

El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría...


SEGUNDA PARTE


Tal era la vida del cerrajero Michel Vlassov, un ser sombrío, velludo, de ojillos desconfiados bajo espesas cejas, de sonrisa maligna. El mejor cerrajero de la fábrica y el hércules del barrio:

ganaba poco, porque era grosero con sus jefes;

cada domingo dejaba sin sentido a alguno; todo el mundo le detestaba y le temía Habían tratado de  pegarle, pero sin éxito. Cuando Vlassov veía que iban a atacarle, cogía una piedra, una plancha, un trozo de hierro, y, plantándose sobre sus piernas abiertas, esperaba al enemigo, en silencio. Su rostro, cubierto desde los ojos hasta la garganta por una barba negra, y sus peludas manos, excitaban el pánico general.Causaban miedo, sobre todo, sus ojos, pequeños y agudos,  que parecían perforar a las gentes como una punta de acero; cuando se encontraba aquella mirada, se  sentían los demás en presencia de una fuerza salvaje, inaccesible al miedo, pronta a herir sin piedad.

-¡Fuera de aquí, carroña! -decía sordamente. En el espeso vellón de su rostro, sus grandes dientes  amarillos relucían. Sus adversarios lo colmaban de insultos, pero retrocedían intimidados.

-¡Carroña! -les gritaba aún, y su mirada resplandecía, malvada, aguda como una lezna. 

Después, erguía la cabeza con aire desafiante, y los seguía, provocándolos:

-Bueno, ¿quién quiere morir? Nadie quería...

Hablaba poco, y su expresión favorita era «carroña». Llamaba así a los capataces de la fábrica y a la policía; empleaba el mismo epíteto dirigiéndose a su mujer:

-¿No ves, carroña, que tengo los pantalones rotos?

Cuando su hijo Paul cumplió catorce años, Vlassov intentó un día tirarle de los cabellos. Pero Paul se apoderó de un pesado martillo y dijo secamente:

-No me toques.

-¿Qué? -preguntó el padre; avanzó sobre el erguido y esbelto rapaz como una sombra sobre un abedul joven.

-Basta -dijo Paul-: no me dejaré pegar más...

Y blandió el martillo.

El padre lo miró, cruzó a la espalda sus velludas manos y dijo burlonamente:

-Bueno...

Luego, añadió con un profundo suspiro:

-Bribón de carroña...

Poco después dijo a su esposa:

-No me pidas más dinero, Paul te mantendrá.

Ella se envalentonó:

-¿Vas a bebértelo todo?

-No es asunto tuyo, carroña. Tomaré una amiguita... No tomó amante alguna, pero desde aquel momento hasta su muerte, durante casi dos años, no volvió a mirar a su hijo, ni a dirigirle la palabra.

Tenía un perro tan grande y peludo como él mismo. Cada día, el animal lo acompañaba a la fábrica y lo esperaba por la tarde, a la salida. El domingo, Vlassov iba a recorrer los cafés. Caminaba sin  decir palabra, parecía buscar a alguien, mirando insolentemente a las personas, a su paso. 

El perro le seguía todo el día, el rabo bajo, gordo y peludo. Cuando Vlassov, borracho, volvía  a su casa, se sentaba a la mesa y daba de comer al perro en su plato. No le pegaba jamás, ni le reñía,  pero tampoco le acariciaba nunca. Después de la comida, si su mujer no se llevaba el servicio a  tiempo, tiraba los platos al suelo, colocaba ante sí una botella de aguardiente y, con la espalda apoyada  en la pared, con una voz sorda que daba dentera, aullaba una canción, la boca abierta y los ojos  cerrados.

Las palabras melancólicas y vulgares de la canción, parecían enredarse en su bigote, del que caían migas de pan; el cerrajero se peinaba la barba con los dedos y cantaba. Las palabras eran incomprensibles, arrastradas; la melodía recordaba el aullido de los lobos en invierno.

Cantaba mientras había aguardiente en la botella; después, se tendía sobre un costado, en el banco o ponía la cabeza encima de la mesa, y dormía así hasta la llamada de la sirena. 

El perro se  acostaba a su lado. Murió de una hernia. Durante cinco días, con la tez negruzca, se agitó en el lecho, cerrados los párpados, rechinando los dientes. A veces, decía a su mujer:

-Dame veneno para las ratas, envenéname...

El doctor recetó cataplasmas, pero añadió que era indispensable una operación y que había que trasladar al enfermo al hospital inmediatamente.  

-¡Al diablo..., moriré solo! ¡Carroña! -gritó Vlassov.

Cuando el doctor sé hubo marchado, su mujer, llorando, quiso convencerlo de que se sometiese a la  operación; él le declaró, amenazándola con el puño:

-¡Si me curo vas a verlas peores!

Murió una mañana, en el momento en que la sirena llamaba al trabajo.

En el ataúd, tenía la boca abierta y las cejas fruncidas e irritadas. Lo enterraron, su mujer, su hijo, su perro, Danilo Vessovchikov, viejo ladrón borracho, expulsado de la fábrica, y algunos  miserables del barrio. Su mujer lloraba un poco. Paul no derramó una lágrima. Los transeúntes que  encontraban el entierro se detenían y se persignaban, diciendo a sus vecinos:

-Sin duda que Pelagia debe estar contenta de que se haya muerto.

Rectificaban:

-¡De que haya reventado!

Después de darle sepultura, todos se volvieron,  pero el perro se quedó allí, tendido en la fresca tierra, y, sin aullar, olfateó largamente la tumba. Unos días más tarde, lo mataron; nadie supo quién...

Fin

Conclusión

Finalmente ocurre lo inexorable: muere aquel que durante años sembró oscuridad y tristeza en la vida familiar. Nadie llora su ausencia; por el contrario, su partida se recibe con un extraño alivio, como si al fin se rompieran las cadenas impuestas por los vicios y las malas decisiones.

Venus Maritza Hernández