El monteador, cuento de José María Sánchez

 

El monteador en su vejez, reposando junto a sus fieles animales frente al rancho, símbolo de su valentía y vida en el monte.










Análisis del cuento “El Monteador” de José María Sánchez

En El Monteador, José María Sánchez nos presenta un personaje  pintoresco, cuyas cualidades más sobresalientes son la valentía y la determinación. A pesar de sufrir desde niño un persistente problema estomacal, que jamás fue atendido con la debida importancia, el protagonista logra imponerse ante las adversidades del monte, del trabajo rudo y de la vida misma.

Este descuido con respecto a su salud refleja una realidad común en muchas zonas rurales: la postergación de la atención médica, ya sea por desconocimiento, desinterés o resignación cultural. En este caso, el personaje parece haber asumido su malestar como parte de su existencia, sin permitir que ello le impida realizar las arduas tareas del monte.

Su estampa queda grabada como la de un hombre de pueblo, sencillo, sufrido, pero valiente y digno. El monteador se convierte así en símbolo de esa Panamá profunda, donde la fortaleza del carácter supera al cuerpo dolido, donde el temple pesa más que la medicina, y donde la vida se afronta con lo que se tiene… y con lo que se es.

Sánchez, con maestría y sencillez, nos deja entrever que no son los ideales de perfección física los que definen a los héroes cotidianos, sino su resistencia, su determinación y su silenciosa entrega al deber.

Venus Maritza Hernández


El monteador

Autor: José María Sánchez


Aunque ya estaba un poquito viejo, todo el mundo lo reconocía. Era el mejor monteador de la comarca. En el patio de su rancho, de acuerdo con los meses y las frutas que caían en la montaña, se asoleaban siempre tasajos de saíno, venado, conejo, macho de monte.

No había nacido por allí. Llegó desde la costa con una muca de ropa al hombro, un machete sin afilar en la mano y una ignorancia increíble para todo cuanto se relacionara con las faenas cansinas del chapiador y el palanquero. Pero no tenía pereza, y era dueño de una abierta sonrisa de costeño, que se ganó la simpatía de todos.

Poco a poco se hizo al trabajo del machete, aprendiendo a sobrellevar con paciencia la mordida del sol, la filuda vegetación de los rastrojos erizados de espinas y de ortigas. También se hizo botero: transportaba enormes cargas de banano en canoas que desafiaban las correntadas, el río largo, espumoso, semejante a un camino infinito que reverberaba en el sol y el aire, hirviente de choques y de aguas pulverizadas.

Sin embargo, en lo más profundo de su condición de monteador, escondido entre los pliegues más remotos de su conciencia, había un secreto terrible que pesaba en sus cavilaciones más íntimas, en esos momentos en que, a solas consigo mismo, pensaba, pensaba en los misterios de la vida, del destino. ¡Parecía increíble! Era flojo, de una flojera definitiva, que, para su desgracia de monteador, tenía manifestaciones muy raras. El estómago, ese órgano que en el resto del género humano tiene funciones tan vegetativas, tan sencillas, en él tenía la monstruosa propiedad de recoger los estímulos del mundo exterior y transformarlos en un molesto proceso de retortijones, urgencias y ansiedades que culminaban en la necesidad de expulsar esa angustia interior recurriendo al natural expediente de desatarse la majagua que oficiaba de cinturón; y, de cuclillas, mirar estúpidamente, con gesto humillado, un punto neutro ubicado a dos o tres cuartas de los pies. ¡Puñetera vida! Para él, el mejor monteador de la comarca, el estómago era, como quien dice... el barómetro de su flojera.

Casi siempre fue así, desde que era chiquillo y vivía en un pueblecito de pescadores. En aquella época, claro, no se detenía a analizar el hecho un poco molesto, un poco inquietante de sentir que cuando una ola demasiado alta amenazaba con hacer zozobrar la canoa, que si un pez grande se pegaba al anzuelo y tiraba con fuerza, un frío de hielo subía desde las piernas y el estómago y daba un vuelco que le ponía ceniza la piel de la cara. A pesar de todo, trató de esconder esa debilidad tan poco en consonancia con las necesidades de la vida y del trabajo en los pueblos de pescadores. Hasta que un día, bañándose con otros muchachos sintió de cerca el remolino de una tintorera que se varó a muy poca distancia de sus piernas. No lo pudo evitar. En medio de las risotadas de los compañeros, se fue para la casa profundamente humillado, caminando entorpecido por un peso de plomo que tiraba la parte posterior de sus pantaloncitos. A partir de ese momento, los muchachos, el poblado todo, comenzó a hacer burla de su defecto. Un día se alejó para siempre de la costa, y llegó a los caseríos de tierra adentro.

Hizo rancho y se buscó una mujer. Cuando los hijos llegaron, encontró que no había manera de satisfacer el apetito de los chiquillos con el solo producto de los miserables jornales. Absolutamente solo, comenzó a meterse en la montaña buscando cacería. De más está decir que eran incontables las veces que recostaba la escopeta a los tucos fornidos e impasibles. Al amparo de la hojarasca se desataba el cinturón y daba libertad a esa cosa de adentro.

De noche también iba solo y resultaba peor. El retortijón del estómago culminaba ante los hechos más pueriles. Un grito de pájaro, una rama que crujía. Pero, a filo de recia voluntad, desentrañó el misterio de los comederos, de las picas escondidas, y la montaña espléndida le entregó sus secretos.

Un día, el patrón de una finca cercana lo mandó a llamar. Un tigre asolaba la comarca con sus ruinosas incursiones. No había localidad, por habitada que fuera, que no hubiese sentido en las manadas el atrevimiento del gatazo que mataba casi todos los días terneros, potrillos; que en una memorable ocasión, sacó del tambo de un rancho una lechona parida y se la llevó a pesar de los tiros que le hizo el amedrentado dueño. Dos o tres días después, el animal dejó, en las cercanías del mismo rancho, su huella ancha de tigre cebado.

El asunto se convirtió, desde luego, en una cuestión de prestigio profesional que habría de mantenerse por encima de las inconveniencias de un estómago demasiado sensible. Además, el patrón ofreció la respetable cantidad de veinte pesos por el cuero del animal. Por otra parte, Mandador, un hondureño mal encarado, que cometía tropelías entre los indios del Teribe, llegó atraído por la cuantía del premio y ofreció sus servicios de excelente cazador.

La presencia del hondureño despertó apasionados comentarios en la gente, y hubo quienes apostaron a favor de uno u otro. En eso se estaba, cuando llegó la noticia esperada. El tigre cazó en un potrero cercano a la montaña. En una arboleda, al lado de una loma, mató a un ternero y le comió el pecho y los intestinos. Todos sabían que el animal regresaría a comer.

Mandador se acercó, y le propuso una cosa muy razonable. La cacería se reduciría a sentarse en un veladero y esperar con paciencia a que el animal, hostigado por el hambre, regresara. Dividirían la noche en dos turnos, acomodados en el mismo veladero, y el que tuviera la suerte de tirar al gatazo, compartiría el premio con el otro. El viejo, presionado por las circunstancias, se vio obligado a aceptar la proposición, y exponerse a que el maldito estómago, en presencia del otro, pudiese poner en entredicho su hombría, sus cualidades extraordinarias de monteador.

Rivalizando en detalles que denotaban gran experiencia, acomodaron en la horqueta de un árbol una plataforma de cañabrava. Mandador pretendió amarrar los restos del ternero con una majagua trenzada, pero el viejo se opuso. Argüía Mandador que el bicho, desconfiado por naturaleza, podía coger la presa sin dar tiempo al tiro.

—El plomo camina má’ —sentenció el viejo.

Temprano en la noche se treparon al veladero, dispuestos a la larga espera, con las lámparas tapadas. A lo lejos distinguían, en el potrero, las pelotas oscuras del ganado, iluminadas por la débil claridad de una luna en cuarto creciente. La montaña, cercana, sacudía sus rumores.

Casi al amanecer, durante el turno del viejo, las hojas del suelo fueron restregadas por un cuerpo que se escurría sigilosamente. Mandador se incorporó en silencio y le dio agua a la lámpara del otro. De golpe, alumbraron el suelo concentrados sobre dos brasas verdes. Detrás de ellas, un cuerpo elástico, levemente moteado de amarillo, esperaba el rugido de la escopeta.

—¡Dele, viejo!

El disparo cortó la canción de los pájaros nocturnos y se perdió en la montaña. Amanecía rápidamente. En un matorral cercano, el tigre se revolcaba con un quejido bronco, quebrando palos y ramas secas.

Bajaron los dos cazadores del árbol. Antes de ir hacia el tigre, el viejo se volvió con naturalidad al Mandador:

—Vo ’a vé si ‘ta cayendo una verbá po’allá, pa’ vení a matá’ dispué sajino.

Apenas subió al barranco, corrió, desesperado, desatándose con dedos torpes por la prisa la majagua que le servía de cinturón.

Cuando regresó, el gesto de apuro había desaparecido.

Lleno de dignidad se acercó a Mandador. Este, con ademán de conocedor, dijo señalando al tigre:

—’Ta bellaco el tiro, viejo. Le metió el plomo en to’o el codillo.

Conclusión

Al final del cuento, se encapsula la esencia del protagonista: un hombre valiente, decidido, cuya fuerza interior supera los límites físicos impuestos por su persistente malestar estomacal. Aunque su problema de salud es un aspecto constante y nunca atendido a lo largo de su vida, no logra opacar su determinación ni su capacidad para imponerse ante los desafíos del monte.

En un giro significativo, el personaje se sobrepone en el momento más crucial: aquel en el que es reconocido como un excelente cazador. Este reconocimiento no solo reivindica su trayectoria, sino que también actúa como una especie de redención simbólica, en la que, al menos por un instante, su cuerpo parece alinearse con la grandeza de su espíritu.

Así, José María Sánchez nos deja una lección profunda: que la verdadera fortaleza no siempre reside en la perfección física, sino en la voluntad de seguir adelante, incluso cuando se carga con dolencias no resueltas. El monteador no solo triunfa como cazador, sino como figura humana que, pese a todo, nunca dejó de luchar.

Venus Maritza Hernández


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