Nada, cuento de José María Sánchez

Ilustración de una mujer campesina recostada en una cama rústica, junto al fuego tenue, bajo la lluvia crecida que azota el exterior; a su lado, un bulto que sugiere el recién nacido, mientras el marido asoma con gesto apesadumbrado en el quicio de la puerta.









Análisis  del cuento "Nada", de José María Sánchez:

Este cuento de estilo costumbrista nos sumerge en una atmósfera cargada de emociones, angustia e incertidumbre. Ambientado en un entorno rural, el relato acompaña a una parturienta en medio de una lluvia persistente y amenazante, que afecta no solo al paisaje, sino al ánimo del lector. La naturaleza se convierte en un elemento simbólico que rodea, presiona y ahoga lentamente el ambiente del hogar.

El lenguaje, contenido y lleno de silencios significativos, diluye los hechos entre emociones veladas. El lector experimenta zozobra, pero sin certezas; la narración no ofrece explicaciones directas, sino sensaciones. Al llegar al desenlace, esa misma ambigüedad se intensifica: el marido, angustiado, se disculpa por no haber llegado a tiempo, y la mujer, con un “no fue nada”, deja la frase flotando mientras a su lado reposa un bultito: el bebé recién nacido.

Ese cierre, cargado de simbolismo y de una calma que inquieta, deja una interrogante abierta. ¿Sobrevivió el niño? ¿La madre minimiza el dolor o realmente está en paz? El cuento no lo dice; lo sugiere. Y es ahí donde el lector, desde su propia sensibilidad, completa el sentido de la historia.

Venus Maritza Hernández

Nada

Autor: José María Sánchez

Cuando se asomó a la puerta, la lluvia tendía una cortina espesa sobre el fondo borroso de la loma. Los árboles comenzaban a oscurecer.

Llena de angustia, trató de penetrar la tristeza del paisaje. Cerca, el río brincaba, encabritándose en el recodo. Nada. Solo, a veces, la sombra fugitiva de un tronco sobre las aguas turbulentas.

De regreso, a la luz del fogón el cuerpo dibujó una figura grotesca. Caminaba con lentitud, meciéndose como hamaca. Se acomodó en la cama haciendo un gesto infantil de miedo.

La voz de la india le hizo volverse, sobresaltada:

 

¡Tonta! No tengas miedo. Yo’a tenío muchos.

 

Afuera, el rumor de la creciente se metía por todos los rincones de la noche. Los árboles de las orillas se empinaban a la defensiva, templando los cables nudosos de las raíces.


Con el alba el marido había salido en busca de la comadrona. La dejó con la certidumbre de que el alumbramiento vendría en cualquier momento. Después, llovió torrencialmente y tuvo el primer dolor. Casi cae de rodillas. 


Un poco asombrada se agarró el vientre, pugnando por ahogar el grito que le hervía desde muy adentro. Aquello pasó pronto. Salió al patio. Al otro lado del río una india lavaba bajo el aguacero. Llamó. La mujer no oía, ensordecida por el ruido parejo de la lluvia. 


Llamó desesperadamente hasta enronquecer. Fue en vano. Desalentada, regresó al rancho y se acostó con las ropas mojadas y los pies llenos de lodo. Casi todo el día hiló con prisa una plegaria. Tenía los labios hinchados a fuerza de refrenar la mordida de las entrañas. 


Atardeciendo hizo tregua el aguacero. Volvió a salir. Aún estaba la india lavando. Llamó. La mujer levantó la cabeza. Cruzó el río y subió al rancho. Juntas continuaron repasando la madeja interminable de la oración. 


No; ella no tenía miedo. Al contrario; se sentía feliz. Solamente quería que el marido estuviera presente a la llegada del hijo.


De pronto escuchó con atención hacia el bajo. El acento bronco del río subía, incontenible, la loma, arrastrándose pesadamente en dirección al rancho. La hendidura de la puerta adelgazó ese sonido amenazador, ese soplo siniestro semejante a una brisa húmeda que, barriendo el piso, subía hasta el jorón y la pared recalentada de cañajira. El fogón, inquieto, estrujaba sombras en la pared.


Un crujido de árbol cambió la queja del río. Se sintió un griterío de piedras que ruedan. Las piedras, locas, salpicaron choques. Los choques saltaron al cuarto, se hundieron en los oídos. ¿Era ella una piedra rodando sobre abismos roncos, o era ella el centro de un choque de peñas y alaridos? 


Así rodando, rodando, se descuajaron las caderas. El cuerpo se transformó en un solo, inmenso nervio retorcido. Se hizo más tirante y le llegó, pobrecita, una oleada de sonidos como campanadas. 


Luego, del sonido quedó solamente el dolor. Del dolor, una carne prieta rojiza de cholo recién nacido. Lejos, a una distancia inasible, se desvaneció la caravana de piedras que ruedan. Las carnes, cansadas, se apaciguaron. Sobre el techo mordía con rabia el aguacero. 


En la madrugada la puerta se abrió. El hombre, agarrotado por el frío y la fatiga, se acercó a la cama. Habló, y el tono de su voz traslucía pesar, remordimiento:

María, pobrecita. ¡El río ‘ta creci’o!

 

 Ella volvió la cabeza y sonrió al ver el gesto de su cara. Fue que se quedó mirando el pequeño bulto que yacía a su lado. Mirándole los ojos, le dijo:

 

No fue na’a. Naa’ita.

El viento, madrugador y huraño, rascaba la nuca áspera del cañablancal. 





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