Diría que se trata de una introspección emblemática del ego consciente dentro de un entorno social popular. El ego actúa de manera subjetiva, analizando minuciosamente cada aspecto del comportamiento humano en ese contexto específico. En esta ocasión, la visión que transmite es inmoral, decadente y profundamente crítica hacia los rasgos humanos observados.
El diálogo interno del personaje se enfoca exclusivamente en lo negativo: no hay intención de rescatar ninguna virtud en los demás. Esta mirada sombría se intensifica cuando el personaje empieza a espiar a un individuo , evidentemente un vagabundo, sumido en los vicios, y entonces surgen preguntas existenciales que nunca llegan a tener respuesta.
Venus Maritza Hernández
El hombre de la Multitud
Autor: Edgar Allan Poe
Se ha dicho con justo motivo de cierto libro alemán — Est læsst sich nicht lesen, — «no se deja leer.» Esto significa que hay secretos que no permiten su revelación.
Hay hombres que mueren en el silencio de la noche, estremeciéndose entre las manos de espectros que los torturan con solo mantener fija sobre ellos su implacable mirada; hombres que mueren con la desesperación en el alma y un hierro candente en la laringe, a causa del horror de los misterios que no consienten que se les descubra.
Algunas veces la conciencia humana soporta un peso de tal enormidad que solo encuentra alivio en el descanso de la tumba. Así es como la esencia del crimen queda incógnita con harta frecuencia.
Hace poco tiempo que hacia el declive de una tarde de otoño estaba yo sentado delante de la acristalada ventana de un café de Londres. Había estado enfermo algunos meses, y entrado en convalecencia, sentía con el recobro de la salud, esa especie de bienestar, antítesis de las nieblas del hastío; experimentando esas felices disposiciones, en que el espíritu exaltado sobrepuja su potencia ordinaria tan prodigiosamente como la razón vigorosa y sencilla de Leibnitz se eleva sobre la vaga e indecisa retórica de Gorgias.
Respirar libremente era para mi un goce indefinible, y de muchos asuntos verdaderamente penosos, sacaba mi fantasía sobrexcitada con extraños manantiales de positivos placeres.
Todos los objetos me inspiraban una especie de interés reflexivo, pero fecundo en atractivas curiosidades. Con un cigarro en la boca y un periódico en la mano, habíame entretenido largamente después de la comida; mirando luego los anuncios, observando después los grupos de la concurrencia que ocupaba el café, y fijándome en la gente que pasaba, y que parecían sombras a través de los cristales, empañados por el ambiente exterior.
La calle era una de las arterias principales de la inmensa ciudad, y de las más concurridas por consiguiente. A la caída de la tarde el concurso fue creciendo de un modo extraordinario, y cuando quedaron encendidos los reverberos del alumbrado público, dos corrientes de población se encontraron, confundiéndose delante de mi vista en un choque incesante.
Jamás me había encontrado en situación análoga, o por mejor decir, nunca había tenido conciencia de aquella situación, aunque hubiera pasado por ella mil veces, y este tumultuoso océano de humanas cabezas me proporcionaba una deliciosa emoción de gustosa novedad.
Concluí por no prestar atención alguna a lo que pasaba en el interior del hotel, absorbiéndome en la contemplación de la escena que ofrecía la espaciosa calle. Mis observaciones tomaron desde luego un giro abstracto y generalizador; mirando á los transeúntes como masas, y no considerándolos más que en sus relaciones colectivas: Pronto, sin embargo, entré en pormenores, examinando con interés minucioso la innumerable variedad de figuras, trazas, aires, maneras, rasgos y accidentes.
El mayor número de los que pasaban tenían un exterior agradable y parecían preocupados por serios asuntos; no pensando en otra cosa generalmente que en abrirse camino al través de la multitud.
Fruncían las cejas y giraban los ojos con vivacidad, y cuando los transeúntes los impelían, tropezando con ellos, no daban señales de impaciencia, sino se solían abotonar para ofrecer menos volumen al frecuente choque de importunos, distraídos o rateros.
Otros, y la clase era bastante numerosa, denunciaban en sus movimientos cierta inquietud; expresando su fisonomía una singular agitación; hablando entre sí con gesticulaciones varias, y como si se creyeran aislados, por lo mismo que los rodeaba aquel hirviente remolino de la muchedumbre.
Cuando se sentían detenidos en su rumbo, estas gentes cesaban en su monólogo; pero redoblaban sus gestos, aguardando, con sonrisa distraída y como forzada, el paso de las personas que les servían de obstáculo.
Cuando los empujaban, saludaban maquinalmente a los que obstruian su paso; pareciendo disculpar sus distracciones en aquel mare magnum. En estas dos vastas clases de hombres, fuera de lo que acabo de notar, no encontraba nada más de propio y característico.
Sus vestidos entraban en esa clasificación, exactamente definida por el adjetivo decente. Eran, sin duda alguna, caballeros, negociantes, mercaderes, provisionistas, traficantes, los eupátridas griegos, o sea el común del orden social; hombres acomodados o acomodándose o deseando acomodarse: activamente ocupados en sus personales asuntos, conducidos bajo su propia responsabilidad.
Estos no provocaban mi atención particularmente. La raza de los comisionistas comerciales me presentó sus dos principales divisiones. Reconocí á los dependientes del comercio al por menor, de novedades y de artículos de moda efímera; jóvenes coquetos, pretenciosos en sus modales, presumidos en su porte; bota barnizada, riza cabellera y aire de satisfacción de su emperejilado individuo.
A pesar de ese prolijo cuidado del aderezo y autorización de su engreída persona, que la gente maligna denota con el vulgar epíteto de hortera, toda la elegancia de esta parodia de la verdadera distinción llega cuando más al límite, en que un actor cómico puede afectar el augusto decoro del papel regio que en el teatro representa.
En cuanto a la clase de empleados en casas de giro y banca, era imposible confundirla. Se les reconocía en sus vestidos, de más solidez que lujo, en sus corbatas y chalecos blancos, en su calzado de duración, protegido por botines de paño, y en la severidad clásica de su tipo.
Casi todos se resentían de una calvicie prematura completa en algunos, y la oreja derecha de estos laboriosos ciudadanos, acostumbrada al ordinario peso de la pluma, había contraído una denunciadora desviación de la cabeza.
Observé que se quitaban y ponían el sombrero con ambas manos, y que aseguraban sus relojes con cadenas cortas de oro, de un modelo antiguo y nada complicado en su labor. Estos afectaban la respetabilidad, y no cabe afectación más digna, á falta de la respetabilidad verdadera y justificada.
Conté buen número de esos individuos de brillante apariencia, reconociendo con gran facilidad que pertenecían a la familia de los rateros de alto bordo, de que están infestadas todas las ciudades de alguna consideración.
Estudie curiosamente esta especie de la familia rapante extrañando que pudieran pasar por sujetos honrados aun entre los sujetos honrados en realidad. La exageración de sus apariencias, un excesivo aire de franqueza habitual, parecían deberlos descubrir a una inteligencia medianamente ejercitada en el conocimiento de las personas y de las cosas, como hoy se acostumbra á decir.
Los jugadores de profesión, y no había pocos en aquella confusión de gente, se descubrían al primer golpe de vista, por más que usaran los más diversos exteriores, desde la facha de charlatán jugador de manos, con su chaleco de pana, su corbata llamativa, su gruesa cadena de cobre dorado y sus botones de filigrana, hasta el aspecto clerical, tan escrupulosamente ascético que se perdía en la oscuridad de las sombras.
Todos, sin embargo, distinguíanse por una tez ajada y amarillenta, por cierta opacidad vaporosa en su dilatada pupila, y la compresión y palidez de sus labios. Una observación más atenta brindaba a la curiosidad otros dos signos aun más determinantes: el tono bajo y reservado de su conversación y la separación extraordinaria de su dedo pulgar hasta formar ángulo recto con los otros dedos de la mano derecha.
Frecuentemente, en compañía de tales bribones, he observado a ciertos hombres, que se diferenciaban de ellos por sus hábitos; pero me convencí pronto de que eran pájaros de la misma pluma. Se les puede considerar como gentes que viven de una misma industria, formando, por decirlo así, dos falanges, la civil y la militar: la primera maniobra con largos cabellos y afable sonrisa; la segunda con aire despegado y desplantes jaquetones.
Bajando gradualmente en la escala de la clase media, encontré asuntos de meditación más profunda y más sombría. Vi traficantes judíos, con ojos de azor hambriento, contrastando con la abyecta humildad de sus pálidos semblantes: mendigos procaces y cínicos, atropellando a los pobres vergonzantes, que la desesperación había lanzado en las sombras nocturnas para implorar la caridad de sus convecinos; inválidos llenos de angustiosa fatiga, y semejantes a espectros, sobre quienes la muerte parecía extender una mano segura; tropezando p arrastrándose entre el bullicio, con los ojos en acecho afanoso de un rostro benevolente, que les haga esperar un consuelo fortuito: modestas jóvenes volviendo de un trabajo asiduo y de escaso producto, dirigiéndose hacia su pobre hogar, bajo la obsesión insultante, cuando no impúdica, de los libertinos y de los antojadizos, cuyo directo contacto no podían evitar en aquella confusión.
Venían por su orden las mujeres pecadoras de todos tipos y de todas edades: la incontestable hermosura, en todo el realce de sus primicias óptimas; haciendo recordar aquella estatua de Luciano, cuyo exterior era de mármol de Paros, estando llena de inmundicia en el interior: la leprosa, cubierta de harapos infectos, descarada y repugnante: la veterana del vicio, rugosa, pintada, coloreada por el arrebol, cargada de dijes, y haciendo un alarde imposible de ardor juvenil: la niña de formas indecisas; pero ya avezada á la provocación sensual por ensayos infames y lecciones depravadoras, acosada por el imperioso deseo de ascender en el escalafón de las sacerdotisas del inmundo Príapo.
Surcaban el mar de la muchedumbre los borrachos en sus especialidades más indescriptibles: estos destrozados, asquerosos, desarticulados casi; con la fisonomía embrutecida y vidriosa la mirada: aquellos menos desarrapados, pero socios; andando sin rumbo; rostros rojizos y granujientos; labios gruesos y sensuales: otros vestidos con cierta elegancia, pero en el desorden que indica el furor de la bacanal: hombres que andaban con paso firme y elástico, pero cuyos semblantes teñía una mortal palidez, cuyos ojos parecían inyectados en funesta combinación por la sangre y la bilis, y que en el vaivén de aquel oleaje humano tenían que asirse con mano trémula á los objetos que encontraban á su alcance.
Por lo demás abundaban en aquel gentío los pasteleros y droguistas ambulantes; los expendedores de carbón y de leña; los tocadores de organillo y sus inseparables, los que enseñan marmotas o hacen trabajar a los monos; los vendedores de papeles públicos; los trovadores del vulgo y los saltimbanquis; artesanos y trabajadores, rendidos de fatiga despues de tantas horas de sujeción y de faenas; y todo esto, lleno de una actividad ruidosa y desordenada, que abrumaba el oido con sus discordancias, produciendo una sensación dolorosa a la vista del observador reflexivo.
A proporción que adelantaba la noche el interés de la escena tomaba incremento y me cautivaba con su extraño prestigio; porque no solo se alteraba el carácter general da la multitud, sino que los resplandores del alumbrado, débiles cuando luchaban con los reflejos últimos del dia, cobrando brío en la densidad de las sombras, arrojaban destellos vivos y brillantes sobre los objetos en su radio luminoso.
En igual proporcion, los accidentes más notables de aquella multitud, perdiéndose con el retiro gradual de la parte sana de la población, cedían su puesto en aquel torbellino espumante a los accidentes más groseros, que en un relieve fantástico, acumulaban en grupos vigorosos todas esas infamias que la noche evoca de sus tugurios y hace salir de sus antros.
Todo allí era negro, aunque brillante, como ese lustroso ébano, a que ha comparado la crítica el peculiar estilo de Tertuliano. Los excéntricos efectos de aquella luz rojiza y vacilante me indujeron a examinar los rostros de aquellos individuos, y aunque la rapidez vertiginosa con que aquel mundo de luz lucía delante de la ventana me impidiera detenerme a mi sabor en aquel examen, me pareció que, gracias á la singular disposición moral en que me encontraba, podía leer en brevísimo intervalo y de una ojeada ansiosa la historia de largos años en la mayor parte de las fisonomías.
Apoyada la frente en la ventana, y embebido enteramente en la contemplación de la multitud, se presentó a mi vista de improviso una cara particular; la de un hombre gastado y decrépito, de sesenta y cinco a setenta años, fisonomía que desde luego absorbió en sí, mi atención completamente, merced a la absoluta idiosincrasia de su expresión.
Hasta entonces jamás había yo visto nada semejante a esta expresión, ni aun en grado remoto. Recuerdo perfectamente que mi primer pensamiento viendo esta cara, fue que Retzch, al verla como yo, la hubiese preferido a todas las figuras, en las cuales ha intentado su genio diabólico encarnar el espíritu de las tinieblas.
Como yo procurase, bajo la impresión de aquel espectáculo, establecer un análisis del sentimiento general que me había comunicado, sentí elevarse confusamente en mi alma las ideas de vasta inteligencia, circunspección, malicia, codicioso deseo, sangre fría, malignidad, sed sanguinaria, astucia diabólica, terrores y alborozos, pasiones ardientes y suprema desesperación.
Me reconocí dominado, seducido, cautivo, en fin, de aquel singular personaje. —Qué particular historia (dije entre mí) es la trazada en ese lívido y cadavérico semblante!» Y entonces me asaltó la tentación irresistible de no perder de vista a aquel hombre, con el vehemente afán de inquirir quién era y lo que hacia.
Me puse precipitadamente mi abrigo, me calé el sombrero hasta las cejas, y empuñando mi grueso bastón, me lancé a la calle; engolfándome atrevidamente en el piélago de la multitud en busca de mi hombre, y en la dirección que le había visto tomar, porque él había desaparecido.
Con alguna dificultad conseguí encontrar sus huellas; le alcancé por fortuna, y me consagré a seguirle, si bien con ciertas precauciones, procurando que no se apercibiera de mi propósito.
Podía al fin estudiar á mi gusto su persona. Era de pequeña estatura, delgado y débil en apariencia. Sus vestidos estaban sucios y desgarrados; pero al pasar por el foco lumínico de los reverberos me apercibí que su camisa, manchada y rota, era fina y de hechura excelente; y si no me engañaron mis fascinados ojos, entre los pliegues de su capa, al embozarse una vez, entreví los resplandores sucesivos de un diamante en el índice y un puñal en la diestra.
Estas observaciones exaltaron mi curiosidad y determiné seguir al desconocido por donde quiera que llevara sus inciertos y mal seguros pasos. Estaba bien entrada la noche, y una niebla espesa y húmeda envolvía la capital en su denso manto, resolviéndose en una lluvia pesada y continua.
Este cambio de tiempo produjo un efecto raro en la multitud, que agitada por un movimiento oscilatorio, buscó abrigo en la infinidad de paraguas, levantados sobre las cabezas, como burbujas sobre la superficie de las aguas removidas.
La ondulación, los codeos y los murmullos, se hicieron más de notar en aquel precipitado tumulto de los transeúntes. Yo no me afecté por la lluvia, porque tenía aun en la sangre una efervescencia febril y la humedad me producía un voluptuoso fresco.
Anudé un pañuelo en torno de mi boca para evitar el resfriado y continué mi camino detrás del hombre que espiaba. En el espacio de media hora, el viejo, que yo seguía con pertinacia, se franqueó el paso con alguna dificultad, hasta cruzar la grande arteria, y yo procuraba adherirme á su ruta, recelando perder su pista en aquel bullicio.
Como no volvía la cabeza, cuidándose únicamente de adelantar, no pudo apercibirse de mi táctica, y continué mis pesquisas con creciente ardor, retenido no obstante por la prudencia.
Pronto se deslizó por una calle transversal, que aun llena de gente presurosa, no estaba tan incómoda para el tránsito como la principal que abandonaba, cansado de luchar contra multiplicados óbices.
Aquí se verifico un cambio evidente en mi hombre; tomando un paso más lento y casi podría decirse vacilante. Cruzó en distintas direcciones la travesía, formando caprichosos zigs-zags de una acera en otra, y entre los que iban y los que venian tuve que someterme a surcar las aguas de mi perseguido, temeroso de perder su estela siguiendo el camino más regular y directo.
Era la tal calle estrecha y larga, y aquel paseo de cerca de una hora me fatigó bastante; viendo reducirse la multitud á la cantidad de gente que se nota por lo común en Broadway, cerca del parque, al medio dia; tan grande es la diferencia entre el gentío de Londres y el de la ciudad americana más populosa.
Al cabo de la dilatada calle travesera entramos en una plaza, brillantemente iluminada por el gas y rebosando exuberante vida. El individuo recuperó el primer aire que tanto me había chocado al verle. Dejó caer la barba sobre el pecho y sus ojos chispearon rutilantes bajo sus contraídas cejas, al registrar los objetos en su contorno, pero no detrás de él, por fortuna mía.
Apresuró el paso; pero no convulsivamente, sino con regularidad y en gradación calculada, y no fue poca mi sorpresa al ver que dando la vuelta a la plaza, volvía atrás, comenzando su estrambótico paseo como una tarea impuesta.
Entonces me vi precisado a una porción de hábiles maniobras, para evitar que en uno de aquellos retrocesos súbitos descubriese mi curioso espionaje. En este peregrino paseo empleamos una hora, mucho menos molestados por los transeúntes que lo fuéramos al entrar en la plaza; porque la lluvia crecía, arreciaba el viento, y el temporal retiraba la gente al amor de los hogares.
Haciendo un gesto de impaciencia, el hombre errante pasó a una calle obscura y comparativamente desierta, y la recorrió en toda su longitud con una agilidad que jamás habría sospechado en un ser tan caduco; pero una agilidad que me cansó extraordinariamente, en mi empeño de seguirlo de cerca.
En pocos minutos desembocamos en un vasto y concurridísimo bazar. El desconocido parecía estar al corriente de todas las localidades, y allí tomó su marcha primitiva, abriéndose paso sin especie alguna de prisa ni de atropello, y sin provocar la atención de los que vendían y compraban en el espacioso establecimiento.
Cerca de hora y media pasamos en aquel recinto; teniendo que redoblar mis precauciones a fin de que no advirtiese el viejo la insistencia valerosa de mi curiosidad que me confundía materialmente con la sombra de su endeble cuerpo. Yo llevaba chanclos de caucho, que me permitían ir y volver sin producir ruido que denunciara mis pasos.
Mi hombre entraba sucesivamente por todas las tiendas, sin pedir nada, y sin preguntar por nadie: fijando en las personas y en los efectos una mirada fija, incoherente y sin destello. Su conducta me extrañaba sobremanera, afirmándome en mi resolución de no separarme de él sin haber satisfecho plenamente la curiosidad que me hacía girar en su órbita como un satélite.
Un reloj de sonoro timbre dejó oír once vibraciones de una solemnidad pausada, y esta fue la señal para que el bazar quedase desocupado de allí á poco. Uno de los tenderos al cerrar un muestrario dio un empellón a mi hombre en el impulso vigoroso de su faena, y el viejo, estremeciéndose a este contacto, rudo y puramente involuntario, se precipitó a la acera opuesta, y como aguijoneado por el terror, se introdujo con velocidad increíble en una série de callejuelas tortuosas y solitarias, a cuyo fin llegamos de nuevo á la calle arterial, de que habíamos partido juntos, donde estaba el café en que había yo pasado la tarde tan distraído.
La calle no presentaba ya el mismo aspecto, y aunque alumbrada por el gas, como llovía sin tregua, eran raros los transeúntes, y los pocos que la atravesaban lo hacían con marcada premura.
El incógnito palideció, aventurando sus pasos tristemente en aquella avenida, antes tan animada, y después, exhalando un profundo suspiro, tomó la dirección hacia el Támesis, y siguió un laberinto de vías excusadas y obscuras, hasta llegar frente á uno de los principales teatros de la capital.
Era el momento preciso de terminar el espectáculo, y el concurso desembocaba en la calle por las varias puertas del coliseo. Entonces vi á mi hombre abrir la boca para respirar con fuerza, y sumirse en la bulla como en su elemento, calmándose por grados la angustia profunda de su fisonomía.
La barba volvió á caer sobre el pecho, apareciendo tal como le había visto la vez primera que en él fijé mis ojos. Noté que se dirigía hacia donde afluía con preferencia el público; pero, en suma, me era imposible comprender los móviles de su conducta singular.
Mientras adelantaba en su marcha, diseminábase el concurso, y al advertir esto, el desconocido parecía afectado por una emoción afanosa y pródiga en incertidumbres. Durante algun tiempo siguió de muy cerca un grupo de diez ó doce personas; pero poco a poco, y uno a uno, el número fue disminuyendo hasta reducirse a tres individuos, que se instalaron en reservada conversación a la entrada de una callejuela estrecha, oscura y de difícil paso.
Mi hombre hizo una pausa, y estuvo algunos instantes como sumido en vagas reflexiones, y luego, con una agitación marcadísima, se introdujo rápidamente por un pasaje estrecho, que nos llevó al extremo de la ciudad, y a regiones bien diferentes de las que hasta entonces habíamos recorrido.
Estábamos en el barrio más infecto de Londres, y en donde todo lleva impreso el candente estigma de la pobreza más deplorable y del vicio sin arrepentimiento ni redención posible. Al accidental fulgor de un empañado reverbero, distinguíanse las casas de madera, altas, antiguas, grieteadas, amenazando ruina, y en tan extravagantes direcciones que apenas se acertaba a andar por aquel confuso laberinto.
El pavimento estaba lleno de simas, y las piedras rodaban fuera de sus huecos, sacadas de sus alveolos por césped negruzco, signo de las vías desiertas. El lodo fétido de la corriente impedía el libre curso de las aguas pluviales, que formaban lagunas en los hoyos del empedrado destruido.
suciedad del piso manchaba en salpicaduras hediondas las paredes y la atmósfera impregnábase de los miasmas deletéreos de la desolación. Adelantando en aquellos sombríos lugares, los ruidos de la vida humana se hicieron cada vez más perceptibles, y al fin numerosas bandas de hombres, los más infames entre el populacho de la capital, mostraronse a nuestra vista como naturales figuras de aquel cuadro siniestro.
El incógnito sintió de nuevo reanimarse su decaído espíritu, como la luz de una lámpara que recibe el aceite que necesita para el alimento de su combustión. Estiró sus miembros y pareció aspirar al brío y al desenfado, característicos de la juventud.
De repente volvimos una esquina, y una luz de vivo resplandor, dejándonos casi deslumbrados por su contraste con la oscuridad de aquel recinto, nos permitió reconocer uno de esos templos suburbanos de la intemperancia, donde, moderno Baal, se sacrifican los hombres depravados al demonio del gin. Estaba amaneciendo; pero un tropel de beodos inmundos se agolpaban á la puerta de aquel lugar de perdición.
Ahogando un grito de alegría frenética, el viejo se abrió paso lentamente por los grupos de bebedores y de repugnantes borrachos, y radiante la odiosa fisonomía ante aquel espectáculo desconsolador, fue y vino de arriba abajo y de abajo arriba por aquel trozo de calle como si no tuviera saciedad para él el panorama de la degradación y del embrutecimiento.
No hubiese dado tregua á este convulsivo paseo á través de aquellos miserables si el movimiento de cerrar las puertas de aquella caverna maldita no indicara la hora de poner fin al tráfico de la noche en semejantes establecimientos.
Lo que observé en la fisonomía de aquel ente excepcional que espiaba, sin experimentar cansancio en tanta vuelta y revuelta, fué una cosa más intensa aun que la misma desesperación. No titubeó, a pesar de esto, en su carrera; antes bien, con loca energía, volvió atrás de improviso, dirigiéndose con decisión firme al corazón de la populosa capital de la Gran Bretaña.
Corrió impávido y largo tiempo, y yo siempre en su pista, como atraído irresistiblemente por una fuerza mágica que centuplicaba las mías; determinado a todo trance a no perder tino de sus pasos, en esta indagación que absorbía en su interés todas mis facultades, así morales como físicas.
El sol irradió en un cénit despejado, después de una noche lluviosa, y llegado que hubimos a la arteria principal, en que estaba sito el café, de donde salí a la zaga del diabólico viejo, pude advertir que la calle presentaba un aspecto de actividad y continuo movimiento, análogo al que ofreció en las primeras horas de la noche precedente; siendo aquel, según mis observaciones, el flujo matutino del reflujo nocturno, en el cuadro de mareas humanas del mar insondable y turbulento del vecindario de Lóndres.
Allí, en medio de una confusión creciente por momentos, persistí con empeño obstinado en la persecución del incógnito; pero este personaje sombrío y fatal iba, venía, pasaba y repasaba por aquella extensa calle, pareciendo entregado como frágil arista á los remolinos de una tromba, girando sobre sí misma con aterradora rapidez.
Ya se aproximaban las sombras de la noche, y sintiéndome quebrantado por aquel tráfago, que resentía con intolerables dolores la médula de mis huesos, me detuve frente al hombre errante con aire de interpelación insolente, mirándole ceñudo, y decidido á formular dos agresivas preguntas: —¿Quién eres y qué haces?
Pero aquel ser infatigable y fantástico me evitó con un giro raudo, como el arranque del vuelo del halcón, y le vi alejarse entre la multitud, como la gaviota cuando roza sus alas con las crestas del oleaje, en que la blanca espuma esmalta con sus copos el azul del piélago que sirve de espejo á Dios.
Yo no pude, ni quise, continuar mis infructuosas pesquisas, y entré á descansar de mi loca excursión en el café, de que había salido buscando la clave de un enigma social, sospechado por mi arrebatada fantasía en aquel tipo singular y repelente.
—Este viejo, dije para mí, es el genio del crimen tenebroso y profundo. Su afán consiste en no estar solo, y por eso es el hombre voluntariamente perdido en la multitud.
En balde le hubiera seguido un día y otro para saber su secreto o conocer sus actos. El arcano es el sello de su particular destino. El peor corazón del mundo es un libro mil veces más infame y odioso que ese Hortulus animæ de Grünninger, de quien ha dicho Alemania su célebre: est læsst sich nieht lesen.
Quizás sea una de las mayores misericordias del Ser Supremo que, esas almas condenadas sean como aquel libro inmundo, y así permite que no se dejen leer.
Autor: Edgar Allan Poe
Conclusión
El final deja un mal sabor en la mente, pues al recalcar con énfasis los defectos de aquellos seres humanos y centrarse en la decadencia de estas personas, el relato nos ubica como lectores cuya mirada angustiada busca una sola virtud… y no la encuentra. Finalmente, la respuesta buscada nunca llega, y deducimos que nadie podrá encontrarla, al menos no desde el interior de esos mismos ambientes.
Desde un enfoque sociológico, los individuos observados fueron moldeados por ejemplos familiares y por los entornos en los que crecieron y se desenvolvieron, hasta convertirse en lo que hoy son: el objeto de estudio de este protagonista que espía.
Venus Maritza Hernández
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